Saturday, October 09, 2010

Volviendo a la senda de las palabras

Año 2010, ¿quién sabe? El horizonte rojo se volvió azul y la yerba es ahora mucho más verde. ¿Por qué? -se preguntaba. Tecleaba sin pensar, sin apenas revisar lo que iba surgiendo de sus dedos. Aprovechando la ventana inconsciente de la soledad, mientras su perro jugaba a esconder juguetes, gimoteando, en su mente se proyectaban varias imágenes al mismo tiempo.
La tarde se había parado por completo, repleta de nubes... ¿Dónde estás? - se preguntaba.
Hace algún tiempo que escribí la historia sin fin, y ahora, en medio de la espiral permanente, aunque no estancado, no había otro horizonte que el de esas nubes oscuras que dibujaban un cielo iluminado.
Había descubierto que el tiempo no existía... Había descubierto qué es lo que no era, aunque lo olvidaba a menudo. Pulsaba y pulsaba teclas, movido por eso que sí era, despreocupado de sus pensamientos.
Un collar rojo rodeaba el cuello de L.Q., su perro, y la luz de la lámpara iba cobrando más protagonismo a medida que la tarde se apagaba.
Si has leído hasta aquí habrás descubierto que no hay historia alguna que contar, quizás porque, en el fondo, temo que la leas y me descubras...

Thursday, March 30, 2006

RETRATOS DE RETAZOS. El relato dinámico de la historia que nunca acababa

El relato dinámico de la historia que nunca acababa

Como caída del cielo me vino la idea de escribir la historia que nunca acababa, caracterizada, precisamente por eso, porque el fin no tenía más sentido que el principio. Quizás por ello decidí construirla desde el final, que no existe, y en eso estaba cuando sentí el impulso de dar un beso. Fue un impulso constante, pero lo aborté con tristeza, ignorancia y timidez.

En la historia que nunca acababa las cosas habían cambiado mucho, me dije contemplando cómo los personajes se habían movido de su escenario. Para empezar, el beso se había deslizado, inconsciente, por entre los cristales mágicos que bordean el paraíso, aunque los paraísos nunca existían en las historias sin fin, porque estando siempre más allá de sus límites, no podían aprehenderlos.

El tiempo discurría al revés, aunque únicamente en la dimensión mental, y tenía un movimiento pendular contenido que obligaba a que el mismo tiempo volviese a su origen, sin apurar nunca la copa última de los extremos. Así estuvo durante siglos, que fueron segundos, apenas instantes, hasta que se paró en su mitad. Entonces el aire se me estancó en los pulmones, comencé a sudar y tuve que darle un ligero "toc, toc" a la esfera del reloj para que arrancase de nuevo su marcha.

Me sentí, de nuevo, envuelto por una brisa fresca, aunque peligrosamente envolvente, que tenía por horizonte, origen y destino una mirada color cielo de abril. ¿De abril? Sí, quizás la mirada era aún más bonita… Era un abril visto desde lo alto de una montaña. Hay que huir de las envolventes, me dijeron un día, con lo que me cargué el hatillo del olvido a cuestas, y subiendo la pendiente de la voluntad, me dispuse a repudiar mis sentimientos… De nada me sirvió porque el pecho me paró, como un Belmonte, y templándome suave, como las caricias que mi madrina me hacía de niño, me mandó de nuevo al valle poblado de dulces y agrios frutos… Pudo ser también que no quería evitar el impulso.

Entonces, la historia sin fin me descubrió imaginando sus límites, y arropándome en mantos de cariño me llevo a su centro, a su aquí y ahora, y me devolvió mil quinientas conclusiones interminables que siempre acababan bien, porque el cero es lo más cercano al infinito, y los contrastes de fines en interminables historias siempre quedan bien como recurso para finalizar un párrafo.

Me paré a reflexionar, no más allá de una décima de segundo, pero no encontré en mi deambular ninguna característica especial de una historia sin ocaso y, fue entonces, cuando mirando aquí y allá, comprendí al contemplar su cenit que ahí estaba la diferencia: en las historias sin fin, no había principios.

Entonces me derivé en infinitesimales partes y así, liberado del peso de la teoría, decidí construir un principio; integrado de nuevo, como caída del cielo me vino la idea de escribir la historia que nunca acababa, caracterizada, precisamente por eso, porque el fin no tenía más sentido que el principio. Quizás por ello decidí construirla desde el final, que no existe, y en eso estaba cuando sentí el impulso de dar un beso. Fue un impulso constante…

Fin

DESDE EL LIMEN DEL LIMBO. La Charangada

La Charangada. “Cuento dedicado a J. Plaza”

La Charangada tiene "charang" y unas "hadas" que perdieron su “hache” en una noche del diluvio. Yo conocí a las hadas en su total completitud, con sus alitas plateadas, que siempre valdrán más que el oro, porque el primer error en que la humanidad incurre es en valorar más lo que más valor tiene, precisamente, por su precio. Por eso, la plata, tan bella como una noche, con su rocío, su luna, con una corona de plumas, argentarias como ella, es más preciosa que el oro, que en lo semántico atesora humos densos de avaricias, de deseos, de sangre vertida por muertes que nunca entendieron que aquello por lo que luchaban era menos valioso que un susto.

En lo terrenal la Charangada era no más que un local dedicado, como se leía en el cartelito que decoraba el reverso de la puerta, a la venta de tabacos no tratados con amoniaco y otros componentes adictivos. Uno entraba allí, apartando humos rosados, verdes y amarillos pálidos; daba los buenos días, si era la mañana la que te llevaba, o un saludo especial que nunca conseguía recordar si uno ya había comido. Yo siempre decía un -hola- cargado de lamentos por la adicción no adictiva, miraba fijamente el bigotito y la calva del regordete dependiente, que en sus cincuenta años de vida había sido también marinero y ya, sin más excusa, justo antes de que él emitiera un primer sonido delator de inquirir mi porqué de estar allí, pedía mi cajetilla de cigarrillos no adictivos. Aquella petición, que repetía con su correspondiente visita durante tres veces al día, me convulsionaba por dentro, y como una máquina extraía un arrugado cilindro de mi anterior paquete ya casi exánime, mientras mi otra mano me acercaba la llama sin mayor compasión.

En sus buenos tiempos, la Charangada contaba con un mechero automático que salía disparado del techo a través de ejes cargados de sonidos, pintando de colores el aire y generando gran excitación y, por qué no decirlo, miedo ante la inexistente puntería de aquella lengua de fuego gigante que lo mismo podía prenderte dócilmente el cigarrillo, como quemarte la barba. Un mono encerrado en su jaula batía entonces palmas, de pies y manos, mientras se golpeaba la cabeza contra los barrotes. El mechero fue retirado cuando aquel mono murió de un infarto natural causado por la soledad de su jaula, si bien en su cuerpecito disecado se apreciaban quemaduras que en su día debieron ser de pronóstico más grave que un propio pronóstico.

En aquel tiempo los príncipes se casaban con Princesas, repartiendo mayúsculas allí donde bien querían éstas acomodarse y yo, sin muchas ganas, fumaba sin adicción esperando que el día se arreglara como el Mundo se arregla a base de disfraces: con el paso del tiempo.

Fin
Luis Noches, alias Aristónico Culebras

Wednesday, March 29, 2006

RETRATOS DE RETAZOS. Ludic, la gotita de agua

LUDIC "La gotita de agua"

En realidad fue después, quizás al secarse la tinta, cuando de este papel nació una botellita tan frágil y desgastada que había perdido su tapón. Estaba en la mesa de un niño que se afanaba en aprender las primeras letras. Cada vez que copiaba con su mejor caligrafía el abecedario, se levantaba, contemplaba su obra, bebía un traguito del agua de aquella botella y volvía a empezar.
Cuando reparé en ella no le quedaban más de dos sorbos, pero me llamó la atención ver que en su cuello se agolpaban varias gotitas revoltosas, y que a medida que bajaban, se engordaban, a veces se unían y con cada unión, dejaban un rastro de otras gotitas más pequeñas que al descender, repetían la misma historia. Pegué mis ojos al cristal y me di cuenta de que no eran varias, sino miles de millones de gotas las que se solapaban aparentando un sola.
"... x, y, z"... El niño dio otro trago y la historia volvió a empezar. Me fijé en una con forma estrellada y empecé a seguirla con la mirada:
- ¿Por qué me espías? - se oyó a una voz plateada.
- ¿Cual de ellas eres? - dije con la esperanza de que fuese la observada.
- Soy la que tiene el vestido blanco y los ojos negros; la de melenita corta color tierra ¿es que no me ves?

Me tuve que fijar mucho más para entender que todas eran distintas, y que lo que creía era una gota, suponían en realidad una ciudad de gotitas. Las había altas y bajas, ingenuas y despiadadas, elegantes y sencillas... También observé que cada medio milímetro la individualidad de cada una se disipaba: morían; pero la esencia, el agua, surgía de nuevo con rasgos distintos... Me apresuré a contestar para no perderla.
- Sí, ahora te veo... Estás muy guapa ¿Qué haces?
- Bueno, por las mañanas estudio y por las tardes trabajo... ¿Cómo puedes vivir teniendo tantos huecos? -agregó con su vocecita resabiada.

Tardé un momento en darme cuenta de que su visión sólo le permitía fijarse en la pupila de mi ojo derecho, y de que aún así, probablemente ella sólo debía ver mis células o incluso las moléculas o átomos de cada una.
- En realidad soy tan inmenso que podría abarcar - hice un cálculo rápido- diez millones de trillones de tus mundos... - me remordía la conciencia haber exagerado pero...
- Eres gracioso, me gustas... sin embargo tengo que irme porque si no nunca terminaré mi carrera, y si no lo hago mis padres se enfadarán, y además...
- ¿Cómo te llamas? -Interrumpí lo más suavemente que pude, pero me irritaba que no se diera cuenta de su ignorancia ¡al fin y al cabo era una gotita de agua!
- Me llamo Ludic -dijo mientras se alejaba.
- ¡Ten cuidado, no corras! - grité viendo que iba en la misma dirección que lo que parecía un autobús de gotitas...
- Uff... ¿Cómo sabías lo del "autoglup"? ¿Quién eres? Debo estar loca pues estoy hablando sola.

La miré sonriendo pero decidí callarme. Adiós Ludic, pensé mientras corregía el rabito de "d" que el niño siempre solía hacer hacia abajo... Cuando me fijé de nuevo Ludic había envejecido tanto que apenas la reconocí...
- ¡Hola! Veo que tienes hijos y trabajo ¿Ya eres feliz? -intenté retomar la conversación.
- No lo soy -respondió ya una voz una rasgada. Ahora que soy muy mayor, ahora que no sólo hijos sino nietos han nacido de mi, siento que no sé a donde voy...
- Yo lo sé. Lo he visto miles de veces... La autonomía de tu cuerpo desaparecerá, pero tu "hidroalma" -me sentí orgulloso de mi ingenio- permanecerá y tomará otra forma.
- ¿Y así indefinidamente? -me replicó.
- No, no... al final, dentro de cientos de "formas", te reunirás en el fondo de la botella, digo del hidrouniverso, con millones de otros seres como tú. Debe ser hermoso sentirse unidos los unos con los otros - reflexioné en voz alta.
- ¿Y no podría llegar antes a sentirme tan cerca de los demás? ¿Estarán allí mis padres y mis abuelos?
- Bueno, claro que sí, pero antes te diré que no estarás cerca, sino que serás una con ellos... En realidad ya lo eres pero dejemos eso para luego. Si te fijas, a tu derecha hay un espacio donde la bote-, ejem, ejem, donde tu hidrouniverso no tiene pliegues... Allí hay un canal por donde te deslizas mucho más rápido, pero sólo las gotitas, ejem, sólo aquellos de vosotros que os sacáis esas impurezas de vuestra hidroalma la encontráis El resto, al pasar por los pliegues del cristal, ejem, por los avatares de distintas existencias, os vais librando de ellas, de modo que al llegar al fondo sois tan puros "como el agua" - me hizo gracia la comparación.
- No sé que es el agua, ni la hidroalma, ni el hidronosequé -me enfatizó triste- pero creo que te comprendo. Es que hoy estoy muy enfadada con la que creía mi amiga... Nadie me quiere -sollozó...
- Espera Ludic -sonreí. Vosotras no podéis estar enfadadas... ¡Si sois la misma cosa! Mira, hubo una vez un sabio que siempre contaba la misma historia:
"Se preguntaba el agua por qué estaba fría... ¿Se lo preguntaba realmente? Se preguntaba por qué todos la trataban con desprecio y desconfianza, y a medida que se iba sintiendo más y más sola, con más desprecio y desconfianza la trataban...
Se lo siguió preguntando hasta que un día se miró por dentro y vio finísimos cristales que nacían en su seno... Era un trocito de hielo, y al instante de darse cuenta comenzó a fundirse, y ya nadie la trataba con desprecio y desconfianza..."

- La historia es bonita - me replicó. Pero aquí cada cual vive su vida y si te descuidas, paf, te la pegan...
Me desesperé intentado encontrar las palabras exactas que pudieran trasmitirle mi visión de unicidad... ¡Era tan fácil para mí que me parecía estúpido que no se diera cuenta...!
En fin - dije resignado. Créeme: sois una misma cosa, y los conflictos sólo surgen con los demás o con las cosas cuando uno no tiene conciencia de ser parte de los demás y de todas las cosas... Imagina que tu brazo derecho adquiriese autonomía: ¿rascaría al izquierdo cuando éste lo necesitase?
- No lo veo nada claro -contestó violenta.
- Quizás te ayude la experiencia que viví un día al despertar. Le conté que una mañana me levanté más ligero que nunca, y cuando retiré la sábana que me cubría empecé a revolotear entre mí mismo: sí, no hay otra descripción posible, porque mis manos flotaban junto con mis piernas y alrededor de mis pies y orejas, que parecían haberse unido... Me estremecía el espectáculo de ver y verme, pero el primer problema vino cuando sobre mi mano izquierda se posó un mosquito... Quita de ahí, le dije al punto en que mis labios se desasieron de mi boca para estamparse en el techo... Pronto la picadura me empezó a escocer con tal ansiedad que quise rascarme, pero mi mano derecha parecía más entretenida en arrancar mis cabellos uno a uno que en aliviarme...
- ¿Por qué habría de rascarte? -dijo una insolente mano derecha.
- ¿Me pica mucho? - se quejó la izquierda...
- Hazlo tú misma -espetó divertida la diestra...
- Sabes que no puedo... Venga, quizás mañana te pase a ti

Para alegría de mi cabeza, la mano derecha detuvo la tala de mi ya escaso pelo, y sumida en una reflexión, hizo que su homónima firmara un documento donde se plasmaba el compromiso...
- Así te vale...
- Gracias - dijo la otra con un gran suspiro de alivio...

Yo lo había observado todo, y me di cuenta del error: La mano derecha sólo habría sanado a la izquierda sin compromisos fastidiosos si hubiera tenido conciencia de ser parte de mí...¡Cómo podría disfrutar una de tus manos del tacto de un suave terciopelo, mientras la otra se estremece por la mordedura de una serpiente!
Me quedé triste y confuso, envuelto aún en la esquizofrenia colectiva de mis órganos, y debí de nuevo soñar, pues al despertarme, cuando un mosquito se posó sobre mi mano izquierda, la derecha se apresuró a espantarlo para que no me picara... ¿O debería decir para que no nos picara?...

- No dudo de tu ingenio pero... -agregó una triste Ludic...
Adiós gotita -pensé de nuevo... Quizás deba ser así de momento.

"x, y, z"... El niño se levantó, miró distraído su abecedario y tomó la botella...
- ¡No lo hagas! - le protesté intentando preservar millones de vidas.
- Tengo sed -respondió con la sencillez de la razón... Además, si te preocupan las gotitas debes saber que cuando uno bebe sólo toma las del fondo. Ellas entonces entran en mí y yo en ellas... El resto siguen su camino hasta el siguiente sorbo. Además, yo las creé y constantemente las vigilo y encauzo... ¡Nunca les haría daño! -me explicó mientras comenzó "a, b, c..."

Entonces me fijé bien y me di cuenta de que la botella no era tan frágil y desgastada; que no había perdido el tapón, sino que nunca lo había tenido, y que pese a los sorbos del niño, nunca disminuía el caudal de su agua (¿o quizás sí?). Detuve mis ojos en el tercer pliegue mientras pensaba, y una voz plateada me dijo:
- ¿Por qué me espías?
Miré al niño quién me devolvió una gran sonrisa. Luego continuó "h, i, j..."

DESDE EL LIMEN DEL LIMBO. Soñe que estaba en un callejón oscuro.

Soñé que estaba en un callejón oscuro

Debían ser las cinco de la tarde cuando me quedé dormido. Mi sueño me llevó primero hacia paraísos perdidos, hacia acantilados llenos de magia y, por último, a un escenario repleto de caras, de sueños y de tensión contenida...

No me gustaban los callejones obscuros, y aquél lo era. Divisé, como divisan los pájaros los rayos de un sol que se cuelan a través de una nube densa, una vara que me agujereó la espalda marcándome con un dolor profundo... Me sentí enfurecido con el mundo, lleno de una rabia poderosa... Me dirigí hacia la luz, y a la vergüenza primera por sentirme observado por una multitud, le siguió de nuevo la ira y la venganza por mi dolor. La sensación de sentirme temido me embriagó...

Corrí y corrí como una fiera, mirándolo todo, lleno de fuerza... Alguien salió a mi paso, y sobre su figura entendí encontrar la razón de mi existencia. Arremetí contra él con todas mis fuerzas... Su imagen era borrosa y sólo quería sentir su sangre... Todo él era miedo y valor...

Estaba cansado y pese a poner todo mi ímpetu, ni siquiera le había rozado... La misma figura apareció a lo lejos... Me dirigí hacia ella. Esta vez fui más despacio, tanteando sus movimientos... De pronto un quiebro, luego otro, un salto, y el mismo dolor, esta vez más intenso, sobre mi espalda... ¿Pero qué he hecho yo? –alcancé a pensar, mientras de nuevo, aquella rabia desconocida en mí se convertía en furia... Los ojos se me salían de las órbitas, quería romper el mundo empujándolo hasta hacerlo caer... Todo mi cuerpo estaba en tensión... Grité y grité, por desesperación y orgullo... Mi bramido paralizó aquellas caras, y la figura titubeó un instante...

Sentía que la sangre resbalaba por mis brazos y a cada paso el dolor me paralizaba, primero, y me impulsaba después para acabar con aquel circo lleno de gritos... Todos estaban contra mí... ¿Pero qué había hecho yo? –me seguía preguntando...

Me acerqué, oliéndolo todo, hasta un rincón más tranquilo... La figura me seguía y algo dentro de mí me llevaba a desear su muerte... Quise huir, y en vez de eso arremetí de nuevo contra ella, y luego contra otra estampa grande que me atravesó el espinazo, apretando con saña desde la altura... Sólo podía empujar más para acabar con aquél sufrimiento...

Luego vi mi sombra sobre la figura y no me pude reconocer... A esas alturas el cansancio me podía, la curiosidad me había abandonado y a mi mente la había abducido aquella paranoia colectiva... Con cada una de mis carreras por alcanzar aquel emborronado personaje, impregnado de mi propia sangre, se hacía el silencio y luego una exclamación general de admiración hacia mi verdugo... “Olé”, decían...

Luego el mundo se paró, de súbito. Miré hacia arriba y me vi en los ojos de una niña. Su cara reflejaba miedo... ¿Por qué? –me pregunté justo cuando la figura caía sobre mí. Sentí un frío intenso... Ya nada me dolía... Mi garganta estaba llena de sangre y me costaba respirar... Varias imágenes más me rodeaban increpándome... No, no quería caerme, tenía que seguir en pie... Miré de nuevo a la niña sin entender nada, pero ella estaba comiéndose un bocadillo y ya no me prestaba atención...

De pronto desperté aliviado... Eran las cinco y quince minutos, y en la televisión se oía a Matías Prats, padre, contando como las mulillas arrastraban al primer toro de la tarde. Encendí un pitillo y seguí viendo la primera corrida de la feria de San Isidro.

DESDE EL LIMEN DEL LIMBO. De x a X, ¿una salida profesional?

De x a X, ¿una salida profesional?

Fue D. Iduedondo Sánchez quien, profundizando en el estudio de las letras, consiguió demostrar que, a diferencia de lo hasta entonces creído, éstas no se convierten en mayúsculas a fuerza del crecimiento, sino por concurso-oposición. El tiempo, más bien, indica el estudio, las convierte en gruesas y toscas, a veces borrosas y a menudo "silabeadas", por el efecto "cupido", las menos, o por conveniencias del lenguaje la mayoría.
La obra, que ya está a la venta, se titula -De x a X ¿Una salida profesional?-, y en ella se nos indica que los temarios son distintos para cada letra. Obsérvese, si no, nos comentó el autor en primicia, como hay pocas equis mayúsculas, aunque datos de última hora apuntan que las equis minúsculas podrían sufrir algún tipo de oligofrenia. En apoyo de esto último, reflexiona el Sr. Sánchez, las equis representan a los que no saben firmar, o más aun, la ausencia de conocimiento, o llanamente, la ignorancia (Ej. Sr. X).
El libro incluye, a dos páginas, la genealogía de las susodichas equis: hijas de e, hijas de q, hijas de u, hijas de i, hijas de s, hijas de Adán (salvo prueba en contrario), hijas de Dios (lo que nadie pone en duda). Tanta mezcolanza, indica para terminar, le parece abominable, aunque apesadumbradamente reconoce que son de las pocas que no se definen por sí mismas, ni se "autoutilizan" para pronunciarse.

DESDE EL LIMEN DEL LIMBO. Probables historias de No y de Sí

Probables historias de No y de Sí.

La Vida Imposible del Señor NO.
Don Ahora No Importa era un hombre bien parecido; todos se lo decían y él estaba harto de no saber a quién. El Sr. No era un ser positivo e ilustre por parte de madre, y bastante negativo por parte de padre. Don Ahora trabajaba de palabra en casi todos los periódicos del mundo y en varias publicaciones semanales. Sus primos y tíos eran más aficionados a los libros. Gozaba de una amplia reputación, y, precisamente a él, le fue encargada la misión de ser papeleta en el referéndum OTAN. Su máxima habilidad era la ironía, y así se podía leer en varios diplomas que colgaban de su despacho; otros, sus detractores, decían que eso no era ironía sino "bocachica". Él solía practicarla diciendo al final de sus contadas fiestas: no me importa que dilapidéis mi fortuna queridos amigos; comed, bebed... Entonces todos se marchaban maravillados de su diplomacia.
Su vida estaba llena de dificultades: ¿Quiere usted un millón de dólares (solían preguntarle entre burlas) señor...? No, respondía él, Sr. No. Pero para entonces ya era demasiado tarde. Nunca pudo casarse, y varias veces estuvo ante el altar: No (comenzaba el sacerdote) quiere a esta mujer como legítima esposa, en la salud y en (...), a lo que respondía alegre: sí. Todos se disgustaban mucho. Por ello prefería que le llamaran por su nombre (Ahora) y en cierta ocasión le fue imposible comprar en el mercado de futuros. ¿Cuándo quiere materializar la compra de los bonos, don...? Ahora, respondía. Pues entonces vaya a la otra ventanilla, le decían.
Tuvo un accidente y todos le creyeron muerto. Cuando por fin se divulgó la noticia de que había sobrevivido nadie la creyó, pensando más bien que era una errata o un homenaje el repetir su nombre. "EL Sr. NO NO HA MUERTO".

LA METAMORFOSIS, O CÓMO SÍ SE CONVIRTIÓ EN S.
Sí, familia de la tartamuda emperatriz, era una señorita porque nunca llegó a casarse. Era enérgica, a diferencia de su prima Si, siempre indecisa; si pasa esto, o si pasa lo otro...le decía cuando eran pequeñas.
Profesionalmente empezó trabajando como opción en los formularios, pero ante la pasividad de la gente, que no sabía o no contestaba, tuvo que dejarlo. Desgraciadamente, viajando por el antiguo y salvaje oeste fue tomada prisionera por los indios y su preciosa cabellera, dorada como la de todas las SÍ, arrancada sin piedad. "S" no era ya una señorita, sino una simple letra.

DESDE EL LIMEN DEL LIMBO. Memorias

Día 2 de junio. Me preguntan cómo vivo, y no tienen más remedio que aflorar sus envidias cuando comprueban lo sano de mi existencia. Para empezar, me levanto, ejercicio de halterofilia al que me siento poco llamado normalmente; practico caída libre, más que nada porque, sin poder usar el ascensor para descender, se me antoja que viviendo en un cuarto es la forma más rápida de no perder un segundo. Además, a veces, enredado en disertaciones cartesianas, comprobar la gravedad me envuelve en un sentimiento de inmensa alegría, al pensar que al menos una ley conocida sigue vigente. Luego, cuando me repongo un poco de las caídas, lo que me hace ser cada vez más achacoso en los días, a veces meses, en que permanezco en el hospital ( a propósito, felicidades a la planta cuarta de La Paz por su valía y buen hacer), estudio la posibilidad de practicar el esquí acuático: compruebo que el nivel del mar no ha llegado a Madrid; calculo concienzudamente las posibilidades de que llegue en los minutos siguientes; las consecuencias económicas que eso tendría; las incidencias sociales que conllevaría semejante hecho; las repercusiones en las próximas elecciones; adivino los titulares de ese día caótico y, final e invariablemente, invierto mi ya escaso peculio en áticos y en la empresa Góndolas para el 3040, S.A.
Cansado, pero conociendo las bondades del deporte, sólo a veces, me siento a reflexionar sobre las mismas. Es el estómago, y no yo, el que me lleva a las puertas de mi Residencia (mi cabeza jamás se dejaría engañar tantas veces por la promesa de una comida literaria). Después de comer entro en una fase en la que me resulta muy dificultoso recordar algo, incluso moverme. Agoto mis últimas fuerzas en llamar a Urgencias, y balbuceando les cuento todo. Me preguntan si además bostezo, les digo que sí; me tranquilizan; les digo que es algo crónico; me tranquilizan; les digo que voy a caerme al suelo sin remedio; me cuelgan. Cuando recobro la consciencia me acerco al Juzgado de Guardia más cercano y ejercito las acciones legales que me asisten.
Deben ser las ocho de la tarde cuando, por fin, me queda un rato para mi solo: llamo a algún amigo por teléfono. Luego la cena, y tras ella, y ésta es la principal desventaja de ser tan educado, llego a la etapa de dar las buenas noches, lo que no es nada fácil viviendo en un Colegio con más de cuatrocientas personas. En los peores días me tengo que quedar en el recibidor hasta las tantas esperando a algún desvergonzado que llega tarde, sin contar con otros pesados que, encima, me dan conversación. Duermo, eso sí, feliz y sobre todo muy cansado.

DESDE EL LIMEN DEL LIMBO. Historias absurdas de la tribu "Ribut"

HISTORIAS ABSURDAS DE LA TRIBU "RIBUT".

"Qué divertido" es, de cualquier modo, una buena manera de comenzar a escribir, sin embargo no lo era así para los miembros de la tribu "Ribut". Para empezar no sólo debían sentarse sobre las brasas de una fogata, lo que siempre agiliza la inventiva, sino que tenían que usar su propia sangre como tinta. En la vida de todo escritor se sucedían tres fases: exinanido al comienzo; cuasi exangüe si era ávido; y finalmente exangüe y, por ende, exánime, habitualmente antes de finalizar su primera obra.
Butri "El anémico" era, sin duda, el más insigne escritor de entre ellos, también el más longevo, aunque todos sabían que no le quedaban más de tres páginas. En efecto, el pobre Butri apenas si podía andar, y su debilidad se acrecentaba con cada línea, con cada palabra, con cada letra... Cualquier día, en cualquier epígrafe en mayúsculas, subrayado y rojita perdería el hilo de su existencia. Aun así, seguía y seguía narrando las costumbres de su pueblo, y en el periódico diario "El Vampiro", del que era director, hacía gala de ser uno de los mejores comentaristas televisivos.
"El Vampiro" se había reconvertido varias veces, la más importante cuando se suprimieron las cotizaciones bursátiles en las que tantos habían dejado su vida, pero su objetividad y concisión nunca se pusieron en duda. Su primer número fue histórico: "NACE EL VAMPIRO", se decía en grandes titulares de casi una página, para a continuación añadir, "Y YO UTRIB SERÉ SU DIRECTOR POR LA GRACIA DE MI ELECCIÓN ENTRE LOS HOMBRES JUSTOS DE NUESTRO PUEBLO, A SABER (por orden alfabético) EL EXCELENTÍSIMO SEÑOR DON Aaa", para señalar de seguido tras tachar lo anterior "Y YO BITRU SERÉ SU DIRECTOR POR LA GRACIA DE MI ELECCIÓN ENTRE LOS HOMBRES JUSTOS DE NUESTRO PUEBLO, A SABER (por orden alfabético) EL EXCELENTÍSIMO SEÑññ", consiguiendo de esta forma tan ingeniosa, dirían después las crónicas, no sólo varios cientos de primeras páginas, sino otras tantas en la sección de esquelas, y es que los "Ributs" eran muchos y todos justos.
Afortunadamente, el ingenio de nuestro cada vez más anémico Butri le llevó a usar comillas debajo de lo escrito por sus predecesores, por lo que sólo tuvo que añadir "Y YO BUTRI "El tropecientos" SERÉ SU ,, ,, ,, ,, ,, ,,Y DEMÁS HOMBRES JUSTOS". A su inagotable perspicacia hay que reconocer también vocablos como <ídem>, o los tan recomendados <...>.
Pero el extremismo de los "Ributs" no sólo afectaba a lo escrito sino también al lenguaje oral pues era norma muy venerada expresar por completo una idea sin poder respirar hasta que se hubiese expuesto la misma en toda su amplitud por lo que tampoco al escribir se solían usar comas o puntos Observe el lector la dificultad de este hecho si se lee por completo este párrafo respetando las evidentes ausencias de puntuación y consagrando así ésta sin duda nunca bien ponderada norma por la que tantos murieron asfixiados
(Confiando en que alguno de los lectores haya omitido su cumplimiento, continuaré la historia).
En cualquier caso, estos pequeños matices variaban profundamente la organización social. Así, los periodistas eran llamados los verdugos suicidas. Verdugos porque, ante cualquier simple pregunta como -¿Qué hizo usted desde que nació hasta hoy?-, el interlocutor palidecía resignado a una muerte segura, aunque sabedor de que llevaría también a la tumba a su requirente cuando éste trasladase sus palabras al diario. A los reos no se les encerraba en oscuras celdas, sino que se les hacía locutores de televisión o radio, o a los más humildes se les contrataba en Telefónica para escribir las guías. Pero para hacer honor a la verdad, lo cierto es que no había reos, porque ni el policía más aguerrido sobrevivía a la lectura de los derechos del detenido; y cuando se entregaban voluntariamente, tampoco el juez llegaba vivo al final de la sentencia; y aunque ésta fuera breve, tampoco quedaban jueces, porque realmente nadie opositaba, ni a judicaturas ni a ninguna otra cosa.
Ante estos hechos se comprenderá la fama que alcanzó nuestro protagonista, eliminando la primera causa de mortalidad infantil, al suprimir de la enseñanza obligatoria la lista de los Reyes Godos. Fue, sin duda, por ello por lo que a Butri le fue concedido el Premio Nobel de Medicina, por esto y por la aplicación de una cubierta de látex a los pergaminos que redujo considerablemente ciertas transmisiones víricas, aunque el látex nunca fue bien visto por las "autoridades morales". Éstas, más bien, recomendaban la “no lectura”.
Las particularidades narradas han hecho que la cultura "Ribut" apenas sea conocida, pero fue, sin temor a equivocarme, el pueblo más conciso de la Historia. En su seno nunca se vertieron palabras o frases ociosas, nunca se emplearon circunloquios, y en "El Vampiro" jamás se publicó noticia que no fuera cierta por temor a la rectificación del día siguiente.
Butri murió, pero no en cualquier epígrafe subrayado y en rojita, sino en el correspondiente a su crítica de televisión, lo que hizo gala de su buen gusto.

DESGARROS. HANNA

HANNA

Se llamaba Hanna, y era, por derecho propio, más princesa que todas las conocidas por el mismo nombre. Tenía una mirada dulce que engalanaba sueños; lástima que muchos de esos sueños te llevaran a sus labios, que eran turgentes como dos panales de miel a punto de reventar. En su andar se notaba el caribe y toda la mezcla de razas que envuelven la sensualidad del tacto.

Su historia no tiene nudo ni desenlace. Su historia, hasta el día de hoy, comenzó con un padre español que se vio arrastrado por el viento de la misma Hanna para ir en su búsqueda, y allí donde plantó su semilla brotaron varios hijos de los que Hanna fue, sin duda, la preferida. A su padre le arrastró el viento y el hambre... Ella le recordaba, en las calurosas siestas, siempre preocupado por el futuro de sus hijos, deambulando, como una momia, por los pasillos de una casa de muros sólidos que parecían tener firmado un pacto con el sol para que éste se quedase fuera, sin molestar a los de su misma sangre, y ello porque a más de un invitado se le vio en aquella misma casa desfallecer sin remedio a causa del calor, mientras el resto se mantenía ajeno a aquel clima húmedo y seco a la vez, dulce y amargo, donde la brisa, a veces, se convertía en una furia que arrancaba a los mismos niños de los brazos de sus madres.

Su padre, el que la vio nacer y la alimentó con besos y caricias, se marchó un día hacia la nada de la que había partido, pero antes le mandó recado a Hanna con su aliento: “vete a España, ; ve a buscar tu futuro”.

Hanna partió, arrastrando con el sueño de su viejo los sueños de su novio, y la expedición de una incipiente pareja comenzó con los sobornos propios para conseguir un pasaporte allí donde, te dicen, que el papel se acabó... Uno, entonces, piensa en el laborioso proceso de buscar un buen árbol que talar; tratarlo y prensarlo para conseguir la celulosa con la que fabricar el papel... Cuando la mente parece ya haber encontrado el bosque preclaro donde los árboles que dan el papel dulce para hacer pasaportes crecen, el mismo bigotudo funcionario te extiende una mano cortés para subirte a la realidad, o bajarte del sueño, que las alturas de lo onírico son muy subjetivas, y te añade que por quinientos dólares te lo puede conseguir, él que es bueno, que es tu amigo; él que no sabe donde encontrar esos mismos árboles, pero es poseedor de una llavecita color plata, desgastada, que da a un corredor vacío y sucio rodeado, como un castillo, por una muralla de estantes polvorientos donde habitan los pasaportes vírgenes, dispuestos a ser llevados a la vida con un envite a la suerte. El dragón de ese castillo, un indio mal encarado, no le dejará coger los documentos tan fácilmente, porque vive tan enmarcado en los decretos del gobierno, que no los incumpliría por nada del mundo, a menos, claro está, por esos quinientos de nada, dólares, que él le entregará limpios.

La confusión te puede el primer instante, porque ya te sabes la historia de los quinientos, pero no conocías nada de castillos ni de dragones, ni menos aún de funcionarios fieles cumplidores de decretos. Deslizas los billetitos, calientes porque parecen un órgano más del cuerpo, hacia la sonrisa forzadamente amable del que viste de gris, y él se aleja trotando y dando gritos aquí y allá, saludando a los marmóleos torreones del castillo imaginario... Sus gritos y su imagen se pierden en lo que sólo parecen columnas, con sus dinteles de alabastro marcando mejores sueños y épocas.

El miedo reemplaza la seguridad de los billetes y, justo cuando estás a punto de desfallecer, aparece el documento en el que estampar una foto tomada con la parsimonia de un buen oficiante, a veces también peluquero, que por el mismo precio te ha hecho una foto y una trenza, si tu cabellera y género, u orientación, te lo permiten, o te ha enhebrado, no se sabe muy bien cómo, una raya perfecta que divide, como una Corea, tu mata de pelo en dos fracciones. Sientes entonces que tu cabello se amalgama por alguna sustancia que nunca conseguirás identificar; ni falta que hace, te dices cuando a los tres días compruebas que la ralla, con algún pelo disidente, sigue intacta allí donde la mano diestra del fotógrafo la puso.

Hanna pasó por sentir sus trenzas; por su foto; pasó por el funcionario, que esta vez le inventó una princesa habitando soberana el reino de aquel castillo, princesa que muerta de amor, y de hambre, usaría los quinientos para mantener la espera de su príncipe con algo de comida para unos principitos que ya se han adelantado a la visita, e incluso al conocimiento íntimo, de su propio padre; príncipes adelantados al crédito caro de la pasión sin amor y a bajo precio.

El avión fue, sin novedad, la mayor de las aventuras y, tan mágicamente como despegó, aterrizó sin variación en un Madrid lluvioso y frío que pareció cobrarse con ella un precio mayor al de los quinientos. Luego un autobús hasta Nuevos Ministerios y de allí, de la mano de su pareja que quería amarrar con muchos “claro” y “ya, tonta” el mismo asombro que ella sentía y que levantaba aquellos comentarios, al hostal.

La pensión, tanto frío dentro como fuera, fue dulce, porque hicieron el amor hasta el fallecimiento de unas ganas, católicas y practicantes, que por ello siempre resucitaban. Durmieron al alba, entre ruidos de sirenas y cascos de cerveza que se rompían en rituales similares, a veces en descuidos. Ella se cubrió con la bata que su madre le había regalado. Se sentía, por primera vez, libre de ataduras morales. Sabía que Madrid era diferente... No quería quedarse atrás, pero era instintivamente lista y conocía que, por ello, podía cruzar la línea más allá de dónde ésta se encontraba... A veces la veía nítida sobre una calzada, pero luego, el tráfico la cubría tan enardecidamente de idas y venidas, que tanto atasco le generaban convulsión, y por eso, cuando dos años después aquel amor católico se convirtió en odio, en peleas y, por último en malos tratos, y se vio limpiando un piso con un chico un poco mayor que ella que cayó presa de sus encantos pidiéndole un beso, no sabía bien si ceder o no porque esa línea estaba oculta y sentía que la pasión y el ardor del abandono podían más en ella que la razón... Todos, en el fondo, huimos de la pasión porque tenemos enganchados a ella malos recuerdos... Todos somos más estoicos que hedonistas, por mucho que queramos buscarnos placer en tomar el sol que sólo calienta, porque el sol, en suma, quema.

Hanna se agarró al recuerdo de su amor, que no era un beso, sino una hija, y se volcó en ella y en la policía para defenderse de un ultraje, de dos, de tres, de un labio partido, de un ojo morado, de un roce violento en el cuello... La Juez actuó, como siempre, pulcramente sobre los charcos de sangre que va dejando la vida, y siempre ajustándose a una realidad ya pasada de moda, que cree en la resolución divina de las cosas, o en su encauzamiento por el tiempo.

A Hanna, la nueva línea del bien y del mal le estaba pasando factura, porque su pareja se había perdido en los placeres fáciles de un Madrid de orientaciones difusas, y a consecuencia de un paro mal curado, el ocio deslizó a aquel chico por las calles de una Chueca repleta de nuevas sensaciones que se le agolparon todas en el bajo vientre. Como todos vivimos de las ideas que creamos, él luchó al principio con su moral, que le mantenía al margen del último contacto, del primer beso, pero tras él, el horizonte se le alejó como si el mundo, hasta entonces, hubiera sido sólo la mitad.

Cuando llegaba a casa, él veía la belleza de Hanna durmiendo limpia en las sábanas blancas que un día, en su caribe, había imaginado su destino. Se desvestía lentamente, para no despertarla, pero ella ya observaba que su camisa no estaba arrugada, que su olor era ya una mezcla con otro perfume distinto, también de hombre, y no pudiendo contenerse le miraba poniendo en duda toda una vida de promisión olvidada. El no lo aceptaba. Allí, en ese apartamento, nada tenía que cambiar porque ese apartamento y el compartir las noches con Hanna, aunque su mano ya no se deslizara lentamente por debajo de las sábanas, eran la única puerta de escape que le quedaba para volver a su vida anterior, a una vida que su mente no tachaba de pervertida. Ese y no otro era el problema que desataba su violencia: ya no podía vivir en la frontera de sus dos mundos, ni en ninguno de ellos, porque él era de ambos.

El Mundo de Hanna lo intentaba alimentar con un roce cada vez menos periódico en el que su mente vagaba por las esquinas de otras sensaciones, de otros tactos... Hanna imploraba con sus gemidos una protección que él ya no quería dar; era él el que quería unos brazos que le arropasen; él era el que quería sentir sobre su cintura otra como la suya... De puertas a fuera, no obstante, él debía seguir siendo el mismo, sus mismos zapatos corinto, las camisas bien planchadas, los pantalones lisos que derrochaban virilidad mal entendida...

Y allí acabó la historia de Hanna, que no se envolvió en mantos de gloria; que no reinó sobre ningún país, ni fue ya más princesa porque la vida le borró una sonrisa que el mismo Dios le había regalado. Su hijita, no obstante, heredaría de ella el reino del llanto.

Ahora, como dijo Sabina, que “ser valiente no salga tan caro; que ser cobarde, no valga la pena”.

Fin

DESDE EL LIMEN DEL LIMBO. El diablo Rojo

El Diablo Rojo

Caminó temblando de frío, con dos demonios colgados del cuello y la mula tuerta que al final le sirvió de avío. El horizonte rojo le marcaba el camino, y las piedras del malpaís se le clavaban tan profundas que más de una tuvo que sacársela del alma. Necesitaba huir; el volcán se estaba desperezando y ya las aves habían emprendido su vuelo pavoroso. Necesitaba huir y llegar entre las piedras hasta el escondrijo callado de su corazón, hasta su amor desde niño: aquella mujer de sonrisa apaciguadora y dientes perlados que debía esperarla en su casa.

La encontró acurrucada entre las piedras, tiritando de miedo y con la lava a menos de tres metros. Estaba cubierta de escorias y cenizas, y su perro, el que él le regaló para que la protegiera, yacía a sus pies, ahorcado por la fuerza de un instinto que le pedía tirar de la cuerda con que él lo había amarrado la noche anterior. La cogió en brazos, la envolvió con un beso dulce y dejó sentir en su pecho un latigazo de amor y de cariño. Estaban juntos.

La mula los llevó tan de buena gana entre las piedras que en poco tiempo llegaron a Yaiza. La dejaron marchar mientras ellos miraban atrás el cuerpo del perro en plena combustión, sintiendo el olor del azufre que ya no cabía por los poros y escudriñando un cielo negro y tosco, lleno de humos densos que el viento se encargaba de deshilachar.

Nadie quedaba tranquilo en Yaiza. Los hombres se mesaban los cabellos mientras las mujeres calmaban a sus hijos en la Iglesia. El cura anotaba en su diario el suceso, consciente de la dimensión histórica del hecho, confiando en que un Dios salvador parara el avance del diablo rojo de Timanfaya.

Los nacidos esa noche y durante las semanas siguientes se acomodaron pronto al ronroneo feroz de la tierra, pero el resto fue trasladándose a una cordura guiñada por la paranoia. Los mortales eran más fuertes y los muertos se revolvían inquietos en sus tumbas, pensando, quizás, que el Juicio Divino estaba cerca.

A la lava la paró la Virgen. La imagen fue colocada por los más creyentes, capitaneados por el cura, al borde mismo de la colada y, allí, de la forma más verosímil, el manto rojo se detuvo. Al cabo de seis años el volcán se cansó. Como de un mal sueño los habitantes de Lanzarote volvieron de nuevo a pisar una tierra de sueños cálidos.

Un día, aún con la misma mula, subieron a su casa perdida en la Montaña de Fuego. Caminaban de nuevo por el malpaís, evitando que las trampas de la colada seca les enterrara, y sintiendo el calor latente de cada roca. No habrían subido más de seis kilómetros cuando lo vieron allí: la cola enhiesta, sosteniendo con sus manos absurdas el mítico tridente y con la sonrisa desbocada por unos dientes felinos. El terror les pudo y quedaron inmóviles viendo a aquella figura de fuego brillar incandescente a su alrededor, marcando el círculo en que estuvieron reducidos durante más de una semana en la que se alimentaron de la mula tuerta, muerta de la impresión y cocinada lenta sobre el propio suelo. A los siete días él se dirigió resuelto hacia el diablo rojo y le hizo frente con la mayor bondad que fue capaz. A los siete días, con cada palabra amable, tridente en mano, el diablo se fue enfriando hasta convertirse en hierros.

Hoy aún se le puede ver, diablo rojo de Timanfaya, con la pataleta del que sabe que pierde su existencia, sosteniendo su tridente sobre una cabeza de cuernos malvados. Hoy nos da risa ver su figurita manejable, pero en el fondo del corazón de las gentes de Lanzarote se acunó ya, por siempre, la bondad y lo amable para, quizás inconscientemente, evitar que el monstruo despierte de su letargo.

Fin

DESDE EL LIMEN DEL LIMBO. Don Pere

Se es lo que se es, por mucho que se haga.
¿Acaso una arroyo detenido por el tronco de unas circunstancias, deja de serlo mientras corroe su obstáculo?
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Así como el fuego derrite la nieve, el Amor destruye todas las barreras

-Si buscas felicidad, buscas a Pere- se oyó a una voz lejana.

D. Pere Sunsé sabía que sus ojos eran los más verdes de la comarca, y que una serena mirada de aquel par de luceros calmaba hombres y enamoraba mujeres, salvo las variaciones recíprocas que la naturelazaba dictaba. Daba ya igual que su tez aceituna fuera la más suave, que sus dientes, cual murallas alineadas, alumbraran las noches...Ya no importaba que, además, fuera el hombre más rico y más sensible, sino quién le compartiría.
Había cumplido 33 el pasado mes de junio, y su voz sonó aquel día bien clarita anunciando que antes de diciembre quería una hembra. ¡Qué de paseos se daban las gráciles mozas por los frentes de su bigote!
El Alcalde había prohibido ya anunciar las dotes en pasquines, y aún así, a D. Pere le iban apareciendo en la chaqueta cuentas detalladas de ingresos e, incluso, algún encendido relato de amores horizontales entre sábanas de colores fragorosos.
El mes de noviembre tocaba su fin, y a tres días para la festividad de S. Fco. Javier, no quedaba ya moza, madre, chacha y carroza tranquilas. Aquellas que ya habían sido tocadas por su mirada, no dormían y paseaban de aquí para allá, buscando su droga...
El cura, que al principio parecía divertido con la situación, aparte la conveniencia católica de que un hombre así no se perdiera en los peligros de la soltería, ya no salía del confesionario, e incluso dispensaba sus perdones a pares. El único que seguía triste era D. Pere... Estamos en diciembre y ni una sola hembra me ha rozado el corazón; además, algunas me hacen sufrir con fantasías que nunca llevarían a cabo, se repetía en las noches ya nebulosas del año.
La mañana del día veintiuno de diciembre amaneció clara y soleada. Tres perros pequeños aullaban sin cesar desde las seis de la mañana y Ana María Vázquez de Sunsé yacía fria con el rictus afable del buen morir. Tres ángeles habían bajado para amortajar su cuerpo y conducir su alma, pero uno de ellos, Alicidabel vió a Pere y se dejó reflejar en sus ojos verde-oliva, ahora enrojecidos por la nunca bien entendida muerte de su madre. Pere, con la camisa desabrochada, sintió que todo su cuerpo se erizaba y que su corazón latía más fuerte. Alicidabel se enamoró de Pere, y él sentía amor entre la estupefacción de lo desconocido. Notó en su cabello unos dedos suaves y cómo la palma de una mano se posaba en su pecho; sólo cuando se dio cuenta de que se levantaba un par de palmos del suelo, pudo vislumbrar entre el claro oscuro del amanecer, la silueta que ella creó para él: se enamoró ya de los ojos que brillaban cerca de los suyos y de la sonrisa franca que se le apareció.
A nadie le llamó la atención que en el entierro de su madre, D. Pere caminara agarrado a un báculo invisible, pero los rumores se sucedieron cuando comenzó a pararse ante cualquier puerta para ceder el paso a la nada, y cuando a la nada hablaba sin parar, o cuando, en las cansinas misas dominicales, se estrechaba con el vacío en un abrazo de paz.
Se le dio por loco, pero en su falta de cordura, nadie nunca dudó de su felicidad, y cuando en aquel día de un diciembre prometedor se desvaneció mi interés por su historia, la leyenda del loco feliz quedó escrita por los siglos de los siglos en mi memoria.
-Si buscas a Alicidabel, encontrarás la felicidad... -se oyó ahora en un susurro.

RETRATOS DE RETAZOS. El verdadero origen del mundo

La verdadera historia del mundo, tal y cómo lo conocemos.

Aquella mañana me desperté con un beso; me aislé del mundo con un beso, al que siguió una caricia, otro roce y la visión adorable del ser amado que sólo el amor concede. La despedí con más besos, reales o imaginarios. Fueron besos suaves, de los que se dan con el ardor del corazón, únicamente. Las rosas se habían tendido a descansar sobre su propio cuerpo; aún estaban vivas y desprendían su aroma.

Aquella mañana me dispuse a desayunar en el bar de abajo. Hacía frío y cuando al cruzar la plaza tropecé con el adoquín desprendido del descuido, lejos de pensar que debía demandar al ayuntamiento, me deslicé por entre las sábanas de todos mis recuerdos. No sé cuanto tiempo debí permanecer tendido, inconsciente, entre el abandono del anonimato de Madrid, pero tenía el frío metido en el cuerpo cuando desperté sintiendo mi cabeza apoyada en una mano fuerte. Abrí los ojos esperando recibir más besos y continuar mis sueños de hacía una hora, pero una voz llena de esputos en la garganta, que parecía quebrarse en cada final de frase, me lanzó a la realidad de aquella plaza. El sol me cegó, y los primeros aires frío del mes de septiembre me devolvieron a la realidad de Madrid.

Te has caído .- me dijo aquella voz. Me llamo Miguel –añadió.

Intenté incorporarme, pero la misma mano me sujetó. Me fijé en sus ojos, negros y brillantes, repletos de las experiencias buenas y malas de un medio siglo de vida. Tenía las cejas bien perfiladas, separadas y picudas, seguidas por un pelo largo y descuidado, amasado con la suciedad de todos los rincones. Su piel, cuarteada y rojiza allí donde se dejaba ver por una barba larga y gris, me llevó a imaginar sus noches y sus días, siempre al raso, y un sentimiento de justicia y solidaridad me pulverizó el corazón.

Gracias por ayudarme – sonreí mientras, de nuevo, intentaba erguirme.
No, no te puedes levantar de aquí... Has de enraizar antes de que polinices... –me dijo sin mayor brusquedad.

La mano me sujetaba con fuerza, pero sus ojos parecían sonreírme. Pensé en Kafka... Pensé en que un día había deseado, leyendo La Peste, que una epidemia similar se declarase en Madrid. No, no quería hacer mal a nadie, pero la muerte es la verdadera llave de la vida, la que le da plenitud, porque el camino de vida que te separa hasta ella, cuando percibes su fin, debe ser sin duda tan nítido, tan especial, tan sentido, que entonces uno se libera mágicamente de todos los prejuicios y de las ataduras para centrarse en uno mismo. Tampoco era ésta una visión egoísta de la vida, sino que sólo trataba de vivir y disfrutar, de abandonar las tonterías que poco a poco nos vamos creando para sobrevivir. Yo vivía, por aquel entonces, a costa de los problemas ajenos y de las malas intenciones: era abogado. Yo era abogado, pero no quería pudrirme en los mismos problemas y en las mismas malas intenciones.

Él pareció adivinar mis pensamientos y con la mayor naturalidad me preguntó si quería conocer la verdadera historia del mundo. Le respondí que sí, pero no allí, tendido en el glacial empedrado de aquella plaza. Me ayudó a incorporarme, pero me dijo que al final de la historia tendría que matarme. Insistió en que lo haría suavemente, casi sin dolor, si yo quería. Le pregunté, intentando negociar, si no habría otra salida posible. Arqueó sus cejas arrugando su frente y contestó que sí, que también podría morirme. Yo accedí, pensando quizás en que podría liberarme en cualquier esquina, aunque en el fondo del corazón presentí un final. Tomé aire, me abroché el abrigo y decidí disfrutar de mis últimos minutos.

Llegamos al “Rinconcín de Juan” justo cuando el mismo Juan acababa de preparar los primeros huevos rotos. Pedimos un vino y una tapa, y allí, en la última mesa del fondo me comenzó a contar...

“El mundo sonaba a limpio. Muy al inicio no había casi ruidos. Al comienzo todo era gratis. El aire, el alimento, el agua...
Todo comenzó por un beso. No recuerdo ahora si fue de un hombre a una mujer o viceversa, pero comenzó con el roce de unos labios. ¡Ay! ¡Si no hubiera existido ese contacto! Aquel besó desató pasiones distintas a las del bajo vientre y concluyó en la idea de que sólo los mismos ojos, la misma mirada y la misma sonrisa podrían regalar aquel mismo beso. Hasta entonces, la pasión, la verdadera pasión animal que puebla en todos nosotros, no respondía a otra llamada que al contacto de un miembro ciego y sordo, cuyo tacto generaba sensaciones internas, nunca bien aprendidas ni entendidas, y nos conducía hacia estadios elevados de algo que no es otra cosa que el mero placer.

Cuando el primer hombre o la primera mujer que se dieron un beso sintieron un latigazo químico en sus cerebros, entonces sí que surgió un deseo más allá del presente. Entonces la misma pasión animal y el mismo ardor del repetir experiencias, crearon en el corazón un vacío cuya proyección era necesario saciar en el futuro. Aquel hombre deseó repetir al instante siguiente su beso; aquella mujer deseó que sus labios estuvieran siempre en contacto con aquellos que le generaban aquel miedo tan grande a perderlos.

Entonces, sólo entonces, fue cuando el primer hombre, o la primera mujer, clavó una estaca en su corazón y en su predio para marcar el territorio de sus miedos”


Divagó después sobre el iusnaturalismo racionalista y sobre el empirismo inglés. Creo que no llegó a Kant, o si lo hizo fue con otro nombre...

Finalmente, aburrido o pensativo, me morí sin dolor dispuesto a dar a luz arcoiris.

DESGARROS. Arbol negro

DESAZÓN POR HABERME VISTO ENCARAMADO A UN ARBOL NEGRO

Se encaramó, como un mono,
Por los cielos de pueblos lejanos,
Y allí, sin haberse movido,
Se vio a sí mismo encaramado.

Luego de notarse transparente,
Rompió riendo al vino que nublaba,
Y después, un mal sueño, se acostó
intentando adormecer sus miedos

Rió de nuevo, río de pensamientos prisioneros,
Y en su dicha, la tristeza le envolvía en mantos.
Romper con todo; volar a lo más..., lejos.
Volver llorando o vivir riendo...

Que más da, se decía inquieto,
Que es la vida sino partir hacia la nada
¿Cuál el ancla? -respondió- mis miedos.
¿Cuál el miedo? –se miró de frente,
¿la muerte? -No, se dijo...
Mi miedo es al dinero.

Y el dinero, poderoso, preso le tenía,
Por no tenerlo...
Y por librarse teniendo,
Cautivo seguía, no siendo...

Y al encaramarse más,
Para divisarse menos, se perdía
Y ya sólo el vino y la roja compañía,
Le devolvían retazos
De lo que ya no era...

Y una lágrima se deslizó, silente,
Mordiendo el cuero de su vida, decadente,
Porque teniendo olvidas a la muerte,
Y la muerte es el tesoro de la vida.

RETRATOS DE RETAZOS. Viajes desde el lado femenino

Viajes desde el lado femenino

Cerré los ojos sintiendo que mis párpados me arrastraban hacia el fondo de un lugar completamente cubierto por dorados rayos de sol. Los apreté primero con fuerza, pero después, fueron ellos, mis párpados, los que me apretaron a mí alejándome, casi sin querer, de un cuarto donde se oía el leve roce de unos dedos sobre las teclas de un ordenador. Habría sido, quizás, más poético, que ese roce se produjera sobre una máquina de escribir, sintiendo el “rac” del avanzar del folio en blanco sobre el negro de la tinta de cada letra, pero, sin embargo, entonces, dicho roce no hubiera sido tan leve y, sobre todo, tan poco ruidoso.

Me encontré, una vez que mis ojos se acostumbraron a la claridad de aquel sol que sólo iluminaba, ante un valle repleto de todo tipo de frutales. Los había grandes y pequeños, dulces, sabrosos, tiernos, crujientes... Me senté allí saciando todas mis necesidades más básicas: mi hambre y mi sed; por ese motivo bauticé a aquel valle como el de la satisfacción de las hambres y de la sed.

Debieron pasar varias horas, probablemente mientras hice la digestión , en las que reposé tranquila apoyando mi espalda sobre el tronco suave y sinuoso de un gran árbol. Dormí, y lo hice como si fuera la primera vez que sentía el levitar de mi alma, el abandono de los músculos. El árbol me habló y me dijo que no había necesidad de comer tanto; que los frutos jamás se agotarían y, con su sabiduría, me confió el secreto de aquel lugar que era simple, muy simple: siempre que tuviera necesidades de hambre o sed bastaría con imaginar que podría llegar a aquel valle, para que así ocurriera.

Creo que dejé allí mi cuerpo, custodiado tranquilo por aquel tronco y su dueño, el árbol frutal que parecía dirigir la armoniosa marcha de todos sus habitantes. Me dirigí, por tanto, más ligera por la senda que se me abría al frente, y allí, el horizonte, se me alejó unos metros más para conducirme, tras el primer recodo del camino, satisfechas mis necesidades básicas, como diría Maslow, hacia el mismo camino.

La sensación de caminar por una senda que me dirigía a la misma senda, al mismo y exacto punto en el que me encontraba, me pareció, primeramente, intrigante, luego desquiciante y, finalmente, cansada, me supuso la reflexión de si todo aquello no sería, simplemente, el fruto de mi propia existencia. Soy el camino, me dije, y hacia mí me dirijo.

Llegar a aquella conclusión y que el paisaje a mi derecha e izquierda, a mi frente y a mi espalda, cambiase, se hiciese dinámico, se enarbolase de la pasión, me llenó por dentro, pero me sentí sola. No siempre se puede charlar con un árbol, me dijo aquel chico que apareció, mágicamente, a mi lado. Yo quería caminar tranquila, pasear... No tenía prevista ninguna mágica aparición... Pese a todo, tuve que reconocer, había deseado que él apareciese, pero no podía, no quería de ningún modo admitir que él fuera un destino. Su imagen se estaba diluyendo sobre el Todo variable que me rodeaba. Tampoco quería que él desapareciera porque no sabía, realmente, lo que de verdad quería. ¿Era el hombre de mi vida?

Un rayo de luz me inundó suave por dentro, y la segunda conclusión a la que me llevaron mis párpados no fue otra que el saber que lo importante eran los sentimientos del hoy, porque el mañana está tan enraizado en las causalidades infinitas, que nunca se puede averiguar en su plenitud. Dejó que los ojos de su pensamiento se cerraran como ya lo estaban los de su cara, y sintió una brisa suave sobre su propia existencia. ¿Acaso no era maravilloso tener alguien al lado, un cuerpo, una personita que te acompañe? ¿Acaso lo importante no es sino la idea de lo que se siente, más que con quien se siente?

La imagen del chico se hizo nítida y caminaron el resto del día juntos. El aprendía cosas sobre ella y ella sobre él. Así fue como yo, que tenía claro que debía dirigirme siempre hacia el Norte, aprendí que en variar la ruta de improviso también se escondía un enorme placer. Viré varias veces hacia el sur, y luego al este... Al frente siempre aparecía el mismo horizonte, sin embargo el camino iba variando y por eso ,en un punto que ya había transitado, apareció a mi derecha el manantial de la felicidad. Me conduje hasta él, me introduje en el agua, pero no sentí que mi estado de ánimo variara... De pronto, como si sintiera un impulso, deseé ser más feliz, y entonces, allí metida en el manantial, sentí que mi ser era la misma agua, que discurría infinita por un arroyo, por un río, por diez mares y todos los océanos; me sentí dividida y unida en miles de millones de gotitas de agua, que nadaban sobre sí mismos, y ya no era yo, sino el mismo arroyo, el mismo río, los mismos mares y océanos. Era agua que volaba hasta formar nubes, y era nubes que me llovían sobre mi misma corriente. No respiraba, porque yo era el mismo oxígeno; no necesitaba comer porque yo era el mismo alimento, los mismos valles... No veía, no escuchaba, no percibía los aromas, porque yo era todo lo que se podía ver, lo que se podía escuchar u oler. Era todo y estaba en todas las cosas, porque era todo y todas las cosas.

DESDE EL LIMEN DEL LIMBO. El mensaje Secreto

El mensaje secreto

¿Quién tiene prisa en verme llegar? Me lo pregunté una vez, y otra más justo cuando abandoné el vagón del metro que me debía conducir, aparentemente, a mi casa.

“Te estoy esperando en tu casa. Ven pronto. Yo”. Había recibido en mi móvil el mismo mensaje repetitivo desde primera hora de la mañana, inundándome el día de pequeños pitidos que hacía tiempo que no me resultaban familiares. El último mensaje añadía, muy serio, que todo aquello no era una broma. Por supuesto, el número de teléfono del que procedían los mensajes me era desconocido y, cada vez que intentaba telefonear para tomar desprevenido al oculto interlocutor, me contestaba una voz femenina conocida invitándome a dejar el testimonio del motivo de mi llamada. Colgaba rápidamente.

Creo que el primer mensaje lo recibí a las ocho, justo cuando estaba intentando convencer al pesado de mi Jefe de que cambiase la máquina de café por una de chocolate con leche. El siempre decía que sí, moviendo la cabeza como un oso amaestrado, precisamente, para bendecir con afirmaciones las cuestiones más diversas. Por otra parte, sus “síes” no suponían nunca nada más que la emisión de un sonido que comenzaba casi oclusivo en su ese inicial y languidecía en los finales, mezcla de la propia ese y de la i. El “bip“ del móvil me hizo pensar en otra cosa y la lectura del mensaje me dejó con cara de preocupación, sobre todo teniendo en cuenta que tan solo tenía aquel aparato desde el día anterior. ¿Será la dependienta que me lo vendió? –me dije sin demasiado convicción al recordar que aquella chica medía más de metro ochenta y parecía que, en cualquier momento, regresaría a la pasarela Cibeles de la que se había ausentado para contentar a un novio celoso.

El último mensaje me llegó justo en el descansillo de mi propia casa, a tan solo un metro de mi puerta. Esta vez fui rápido y marqué casi a la vez. Un teléfono sonó a lo lejos, como cubierto de puertas y de cerrojos que todavía tenía que abrir.

Llave en ristre, mi menté me asaltó con la absurda idea de que, quizás, todo aquello era una trampa, urdida por agentes secretos en busca de mis conocimientos, hipótesis que rechacé cuando mi misma mente, emitiendo un “toc, toc“ de atención, me dijo que yo no tenía nada que descubrir ni, lo que era peor, nada que esconder. Pensé en mis amigos, todos reunidos para darme una sorpresa de esas que sólo se ven en las películas, pero tampoco tenía amigos.

Abrí la puerta. Todo estaba oscuro... ¡Bien! -me dije. Hay alguien en casa porque yo siempre dejo las persianas abiertas hasta arriba. A la inicial ilusión, con el corazón latiendo a toda vela y la respiración apenas contenida, le siguió la siempre odiosa duda de si, como todos los martes, habría sido mi asistenta por horas la que, en un derroche de trabajo, habría variado mi natural orden dejando las persianas bajadas.

Me introduje sigiloso en mi casa esperando que lo que tuviera que suceder, ocurriese rápidamente. Comencé a rezar un padrenuestro y cuando doblaba ya la esquina del “venga a nosotros tu reino”, una voz masculina me contestó, desde la oscuridad del fondo del corredor, “de tu vientre Jesús”. Algo fallaba: o bien aquella voz y yo no estábamos coordinados, ni en rezos ni en lugares, porque yo no había imaginado, ni mucho menos, a un hombre enviando aquellos mensajes tan interesantes, o bien era aquella voz la que se había confundido de piso, dado que por aquel entonces tenía yo un par de vecinas de esas que siempre van llamando la atención, lleven lo que lleven, y en ocasiones muy a su pesar; un par de vecinas, por tanto, guapas, muy guapas...

Hubiera prendido una vela para poder iluminar la silueta que ya divisaba a menos de tres metros de mí, pero no teniendo cerillas, decidí encender la luz eléctrica. Una mano se dirigió a una cara, tapando a unos ojos cubiertos por unas gafas de pasta negra, y la misma voz, en tono lastimero, suplicó: apague usted, por Dios... ¡Qué vergüenza!

Allí estaba yo, en el salón de mi casa, a un metro de la puerta y a dos de un señor de unos cincuenta y cinco años que me pedía, alegando su propia vergüenza, que apagase la luz de un apartamento que era, sin duda, el mío. Yo podría haberle dicho que se marchase, que llamaría a la policía en otro caso, pero aquel ser de tamaño diverso, porque ahora era más chiquitito, seguía allí tieso como un pimiento y, como el mismo pimiento, frágil. Para mayor colmo de males, de sus males, se había puesto a llorar. Decidí sacar a flote mi carácter más hospitalario y le ofrecí mi pañuelo. El lo cogió al tiempo en que, sentándose en mi sillón, ponía los pies sobre la mesita de cristal que un día compré con la idea de que ningún señor que se introdujera en mi casa sin mi permiso pusiera los pies encima, y lentamente comenzó a confesarme el porqué de sus penas.

Mi mujer se llama Marta, inició su declaración. ¡Usted no la conoce! A ella no se le puede decir que no porque de pequeña, su padre o su madre, que para el caso es lo mismo, no le dieron la torta aquella que a todos nos termina viniendo también. ¿Me comprende? –dijo aquel señor mientras yo asentía, con la cabeza puesta en aquella bofetada que mi padre me dio un día.

Pues verá, yo estaba en casa, continuó, ya con el pijama puesto y las zapatillas de cuadritos... Entonces, viene mi Marta y me dice: mañana a primera hora te vistes y te cuelas, sin hacer mucho ruido, en la casa del vecino del ático. Toma, éste es el número de su móvil. Te vas allí y te pones a enviarle mensajes desde este otro móvil a intervalos de media hora. Si te llama no lo cojas. Cada vez que envíes un mensaje, tú apagas el aparato y media hora después, lo mismo... Te quedas allí hasta que él llegue y, entonces, nada más escucharle entrar, me llamas rápidamente que ya te diré yo lo siguiente... ¿Te has enterado?

Aquel señor, que efectivamente seguía en pijama y en zapatillas a cuadritos grises y blancos, me dijo que entonces él balbuceó un “para qué” que se le quedó corto cuando su niña, su Martita, salió de detrás de la cortina de su dormitorio matrimonial, un santuario añadió, que no sé yo lo que haría allí, y aquella chica, una mujer de bandera por los detalles que minuciosamente me fue regalando, le dijo con su voz más dulce un “anda papito, hazlo por mí...”

Le miré como mi perro me miraba cuando le recitaba los latinajos que un día me aprendí, y él, muy en su papel, me añadió que estaba ahí, en mi casa, por darle un capricho a la niña y por, reconoció, no llevarle la contraria a su señora.

¿Y ahora qué? Le pregunté yo imaginando con nitidez la escena. Nada, ahora toca esperar, me contestó... ¿Me deja usted su móvil? -me preguntó mientras, ya con un güisqui en la mano me hacía un hueco en mi propia casa para que me pusiera cómodo. Es que con tanto mensaje me he quedado sin saldo y no he podido avisar a mi mujer... Tenga, tenga - dije yo sin pensar en otra cosa que en la niña Martita saliendo de detrás de unas cortinas...

Cariño, que el señor del ático ya está aquí, susurró con una voz temerosa... ¿Que qué? ¿Qué subes?... Oí aquellas palabras sin prestarles mucha atención, absorto como estaba en cómo podría contar a los demás que me había ocurrido algo así.

A los cinco minutos, el asalto a mi casa se consumó con la visita de la misma Marta y de Martita. El mismo invitado de antes, que ante la presencia de aquellas había abandonado el güisqui en mi mano y había quitado, de súbito, los pies que antes tuvo sobre mi mesita, pareció hacerse invisible a fuerza de encogerse en el sofá. En cuanto a mí, yo caí casi desmayado sobre mi sofá azul al comprobar que Martita no era otra que la dependienta de la tienda de teléfonos de la esquina y al suponer que ella, la misma Martita en persona, había urdido aquel plan tan sólo para conocerme más.

Me hubiera casado con ella, claro, si no fuera porque por aquellos días ya no me dejaba llevar por un buen cuerpo y, sobre todo, si no hubiera sido por trasladar a Martita las maneras de su madre, que ahora arrastraba a su Manolo fuera de mi casa, diciéndome que el pobre hombre estaba loco de atar; que inventaba historias que, en ningún caso, debía creer y que, mismamente, el día anterior le había dado por decir que quería presentarme a su hija para que yo me casara con ella. Añadió la Marta de Manolo que, de no invitar yo a su hija al cine, probablemente persistiría el mismo Manolo de Marta en su actitud y yo, más por galante que por hombre, accedí a llevármela a los Canciller, que me pillaban al lado. Luego, cuando la película comenzó, la excusa de ir al servicio me sirvió para ganar casi dos horas en las que me fugué con Manolo, el pobre, que estaba sentado en un banco de la plaza rascándose la cabeza sin entender nada y que, no sé muy bien cómo, había logrado sacar mi vaso de güisqui junto con una botella, aparentemente igual que la mía, que ahora me ofrecía.

Fin

DESDE EL LIMEN DEL LIMBO. Zoo

Me aburro tanto en este cubículo
Otra vez el sol penetrando a rayas sobre mi cara... Está amaneciendo y me aburro tanto en este cubículo, que las viejas imágenes y olores que me llevaban a sentirme bien apenas si hacen mella ya en mi memoria. Hace tanto tiempo que he perdido la esperanza de que el amanecer me lleve a esperar otra cosa distinta a este mundo reducido a contemplar caras y a oír grititos mudos de seres grandes, o grandes risas de seres pequeños, que estoy perdiendo el apetito. ¿Serán siempre los mismos o irán variando?

Ya se oye el viejo chirriar del metal abriendo las puertas. Pronto aparecerán y cuando el sol esté en lo más alto serán muchos los que desfilarán, curiosos, ante mis ojos. Yo me situaré, como siempre, sobre el neumático viejo, haciendo como que no les veo. Luego, subiéndome a un árbol, me dejaré caer descuidadamente. Ese es el único momento alegre del día: el contemplar cómo se arremolinan preocupados, con una mueca de envidia en sus ojos por mi agilidad.

Sí, es cierto que podría departir con mis compañeros, pero ellos siguen aún pensando que el mundo gira a su rueda. Se colocan todos al lado de la verja, mendigando los cacahuetes y gusanitos que, no siempre, ellos tienen preparados para la ocasión. ¡Qué pena me dan todos, tan elementalmente huérfanos de orgullo que ya no distinguen lo bueno de lo malo, el mismo orgullo del ego...! Yo no... Yo sigo, desde la altura de mi rama, pudiendo descifrar el olor de un mar lejano, y tras él, de una enjambre de árboles sobre los que descansar. A veces ayuno durante un par de días, y entonces todos mis sentidos se encienden... ¡Ay! Entonces me siento tan yo que mis gritos alertan a los que viven detrás de mi verja. Los demás no me entienden...

Un día apareció tras mi celda una niña de mirada vivaz, de pelo castaño y sonrisa amplia. Simplemente me miró, dibujando con sus ojos mi vida. Todos los días la espero, pero hace tiempo que dejó de venir, porque tras quince años de cautiverio se ha convertido en unos tejanos ajustados. Su pelo ya no se deja mecer por el viento y su mirada se ha apagado. Siempre me observa a mí, nunca al resto... Eso me gusta...

Lo que peor llevo son las fotografías. ¡Si al menos pudieran respetar mi intimidad en la satisfacción de las necesidades propias, es decir, como mínimo en las fisiológicas...! No sé qué atractivo verán en mí, la verdad, yo que desde mi jaula, más que un vulgar mono, soy un auténtico león. En fin, tampoco os creáis que padezco de alguna esquizofrenia rara, aunque a veces dudo de mi salud mental porque, si estuviera libre, montaría un zoo en el que todos los carnívoros convivieran con sus víctimas. No sé, me parecería, aun a riesgo de dar ideas que me cuesten la vida, que sería, como mínimo, menos aburrido que lo de ahora...

RETRATOS DE RETAZOS. El viento infamante

El viento es atronador, infamante, traicionero. Silva amenazando la tranquilidad de mi cuarto. El cálido sentido de la protección no es más que un juguete en manos del poderoso viento. Recuerdo que en una noche como hoy, con luces chispeantes en lontananza, los árboles comenzaron su marcha. Quizás estaba delirando, quien sabe si de amor, o de amores, pero en mi visión de mente húmeda también un taxi dejaba el colorido verde del libre. En mi boca latía el sabor extraño de la naranja. Como siempre, encendido y sólo, el cigarro se dejaba quemar en su infierno. Los erguidos árboles ya estaban cerca, y poblaban de negro la noche con sus sombras. El remordimiento me vino a los ojos y lo esquivé el tiempo preciso para seguir la historia. Hoy había visto sangre roja manchando, como siempre mi alma. Cansado y sólo, pero relajado; sin fuerzas con que revelarme al destino de mis dedos, seguí pulsando en el lienzo de mi vida. Quedaba poco tiempo. En un instante un haz de aire había estado a punto de quebrar mi suerte. La luz seguía constante, pero mis ojos ya no la recibían. Ví sus ojos, negros en la noche; almendras de día. Vi su semblante de amor, o de compansión, o de pena, o de apoyo, o de... dejé de ver sus ojos y pensé en el más allá de ellos. No creí que el tiempo hubiera llegado ¿Llegará? ¿por qué tiene que llegar? La respuesta me vino a tiempo. El primero de ellos había dejado caer su peso atroz sobre mi pecho. Sólo sentía una ligera presión. Sus hojas me cubrían, y comenzaba a notar su aspereza por la piel de mis hombros. El negro de la sombra llenaba lentamente mi retina; yacía y seguía pensando mientras la pequeña luz me alumbraba. El úlimo rayo se fue con la llegada de un frío.

DESGARROS. Mente convulsa

Cuando la soledad te atenaza entre sus manos de hierro;
Cuando de toda la ceniza que un día fue llama
Sólo quedan dos motas que ni arden, ni arderán,
Cuando del silencio sólo surge el repiqueteo incesante de dos lobos
Que aúllan sin ser vistos, sin ser olidos, sin apenas tiempo para poder beber la sangre,
Entonces, sólo entonces, la memoria se hace borrosa,
Y entre las sienes se siembran los campos de confusión
Y uno se siente feliz o alegre, triste y loco, loco, loco, loco...

Cuando uno mira al pasado con el rabillo del ojo
Viendo los momentos fresa, las dulces historias que un día, un hombre forjó
Y cuando ante el espejo ese hombre ha desaparecido ya de su propia faz
Entonces, sólo entonces, la locura aúlla en la mente convulsa de confusión...

Si cierro los ojos la imagen emerge, tenue y llena de odios
Si cierro la imagen me imagino que ella está conjurando pasiones locas
Sólo por tenerte, y me está quebrando el aliento, entre sollozos

Hoy ya no me excita la muerte. Hoy tengo miedo a la vejez, a la podredumbre insomne
A la paciencia infinita, a un mañana que dependa del presente, porque el presente se me ha vuelto lacio, vacío y tosco.

DESGARROS. Lo irreal

En el fondo de la inmensidad, aterido por el frío de que todo lo irreal que a él se le había hecho necesario pudiera ser una farsa de su propia mente, de repente sonó la música que se cuela por los pliegues de un alma. “Mira pa’ dentro, pa’ sentirte contento”, decía la canción a la conciencia...

El día anterior se había visto viajando en el tiempo, ante la improbable sensación de que Dios no existe, con la sensación de que todo lo estable que rodea su vida no es más que una vaga ilusión de estabilidad, conectada por otras muchas vagas sensaciones de estabilidad derivadas de más mentes tan vagas como la suya. ¿Y si el Universo mayúsculo fuera a estallar? ¿Y si todo un huracán rompiese las cadenas de todo lo que uno cree poseer? A esas alturas ni siquiera se tenía a sí mismo, con lo que en su conciencia volvió a repiquetear aquel “mira pa’ dentro...”. Se hizo un silencio...

Ante todo aquella inexistencia de absolutos, ante la relatividad como regla, ante el caos como evolución de las especies, de las cosas, de la misma existencia, sólo le quedaba el sabor de haber experimentado que algo se movía en las esquinas cuando sus ojos no miraban directamente en la misma dirección, y esas experiencias realmente místicas ahora se le hacían irreales por el mero hecho de pensar que habían sido creadas por su propia mente. ¿Y si fuera cierto?

La respuesta, al fin y al cabo, no podía ser otra que la misma pregunta: ¿Dios existe? O mejor, quién creó a Dios; o mejor, creó el hombre a Dios, o fue a la inversa... Desde el punto de vista práctico que mas da, se dijo. La experiencia es real... ¿Qué más da si lo cree yo o si la experiencia surgió para una fuerza externa, creada por mí mismo?

Ante tanta laxitud de principios y de ideas, sólo le quedaba obrar de acuerdo con su programación; conforme a su conciencia, y decir como un día dijo Einstein, que se sentía bien cuando hacía el bien, o mal cuando lo que hacía era el mal... ¡Qué más da afinar ahora en saber qué es lo que está bien, y qué lo que está mal!
De repente descubría que el mundo era un aquí y ahora... Que todo podía estallar por los aires, por el terremoto aquel que hace que la vida, como un plato caliente y recién preparado, no admite demoras, ni prisas, ni sosiegos... El presente... Quería disfrutar del roce, de hablar, de charlar, de sentir, de amar... y el día anterior, había sentido tan claras estas sensaciones, que ahora no podía dejar de escribirlas. Le dejó de interesar aprender de lo que está más allá. Se dio cuenta de que la sonrisa de ella era un alimento mejor que todas las biblias...

DESDE EL LIMEN DEL LIMBO. La charangada

La Charangada. “Cuento dedicado a J. Plaza”

La Charangada tiene "charang" y unas "hadas" que perdieron su “hache” en una noche del diluvio. Yo conocí a las hadas en su total completitud, con sus alitas plateadas, que siempre valdrán más que el oro, porque el primer error en que la humanidad incurre es en valorar más lo que más valor tiene, precisamente, por su precio. Por eso, la plata, tan bella como una noche, con su rocío, su luna, con una corona de plumas, argentarias como ella, es más preciosa que el oro, que en lo semántico atesora humos densos de avaricias, de deseos, de sangre vertida por muertes que nunca entendieron que aquello por lo que luchaban era menos valioso que un susto.

En lo terrenal la Charangada era no más que un local dedicado, como se leía en el cartelito que decoraba el reverso de la puerta, a la venta de tabacos no tratados con amoniaco y otros componentes adictivos. Uno entraba allí, apartando humos rosados, verdes y amarillos pálidos; daba los buenos días, si era la mañana la que te llevaba, o un saludo especial que nunca conseguía recordar si uno ya había comido. Yo siempre decía un -hola- cargado de lamentos por la adicción no adictiva, miraba fijamente el bigotito y la calva del regordete dependiente, que en sus cincuenta años de vida había sido también marinero y ya, sin más excusa, justo antes de que él emitiera un primer sonido delator de inquirir mi porqué de estar allí, pedía mi cajetilla de cigarrillos no adictivos. Aquella petición, que repetía con su correspondiente visita durante tres veces al día, me convulsionaba por dentro, y como una máquina extraía un arrugado cilindro de mi anterior paquete ya casi exánime, mientras mi otra mano me acercaba la llama sin mayor compasión.

En sus buenos tiempos, la Charangada contaba con un mechero automático que salía disparado del techo a través de ejes cargados de sonidos, pintando de colores el aire y generando gran excitación y, por qué no decirlo, miedo ante la inexistente puntería de aquella lengua de fuego gigante que lo mismo podía prenderte dócilmente el cigarrillo, como quemarte la barba. Un mono encerrado en su jaula batía entonces palmas, de pies y manos, mientras se golpeaba la cabeza contra los barrotes. El mechero fue retirado cuando aquel mono murió de un infarto natural causado por la soledad de su jaula, si bien en su cuerpecito disecado se apreciaban quemaduras que en su día debieron ser de pronóstico más grave que un propio pronóstico.

En aquel tiempo los príncipes se casaban con Princesas, repartiendo mayúsculas allí donde bien querían éstas acomodarse y yo, sin muchas ganas, fumaba sin adicción esperando que el día se arreglara como el Mundo se arregla a base de disfraces: con el paso del tiempo.

Fin
Luis Noches, alias Aristónico Culebras

DESDE EL LIMEN DEL LIMBO. La vida esférica de una pelota

La vida esférica de una pelota

Yo por ser oronda, que no llana, vivo en la liberalidad de seguir la dirección de cada impulso, sin más arista ni ángulo que aquellos con los que tropiezo.

Mi sicoanalista, de tenerlo, me diría que tengo el ego “subido”, pero estar henchida, o hinchada, de aire es, al fin y al cabo, una ventaja frente a todos aquellos que lo están de otras hediondas sustancias, pues a mí, al fin y al cabo, me bastaría con expulsar, sin mayor perturbación, mis propios vientos y seguiría siendo, a diferencia de ellos, exactamente lo mismo aunque sin mi esférica forma. En suma, la desigualdad entre mi “tener o ser” es tan etérea que se resume, simplemente, en un soplo.

Trabajo, sí, como todos trabajan, y mi vida se mueve al impulso de las patadas de los otros: nada nuevo, por tanto. Podría haber optado, no sé, por resbalar en un jardín entre las infantiles piernas de unos candorosos cuerpos, movidos por unas impúberes mentes, pero en la decisión está el forjarse, como dijo el filósofo de Ventas, y por ello decidieron mis circunstancias convertirme en el esférico del partido España-Corea, o Corea-España, que para el caso fue lo mismo.

La verdad, yo fui ajena a lo que allí ocurrió y prometo que, a diferencia de otros factores distintos a los que la buena lid propone, nada tuve que ver en aquel espectáculo... Por otra parte, el que yo naciera en la India, en familia pobre, sí, pero honrada, me hace sentirme absolutamente imparcial, como el código deontológico de toda pelota de fútbol dictamina. Soy inocente, insisto, y desde aquí lo reivindico, porque el que moviera unos centímetros mi trayectoria para escapar de las manos de Casillas fue, honestamente, tan sin querer, como casual es ahora que repose plácidamente en una vitrina de la selección coreana.

DESDE EL LIMEN DEL LIMBO. Historia de las frutas que nunca hablaban, aparentemente...

Historia de las frutas que nunca hablaban, aparentemente...


Nacía y nacía al sol y al viento, siendo mis amigos la lluvia y la tierra y mis enemigos la ira marcada de los elementos. Me hubiera gustado ver el mundo que se alejaba a mi espalda, pero siempre fui corta de movimientos de manera que, pese a contemplar todos los amaneceres, nunca logré divisar ni un solo ocaso en aquella época. Creo que por eso me hice amiga de una hermana mía a la que le pasaba justo lo contrario. Yo le contaba como, gradualmente, del cielo estrellado, de un azul y plata intensos, comenzaban a brotar los filamentos dorados, al principio aún fríos, para luego desbrozar con el calor la luz abrasadora que todo lo puede. Ella, sin embargo, me narraba como el naranja lo cubría todo por las tardes, tapando a veces un mar de nubes al rey del cielo, creando así los misterios dulces e inocentes del cantar de un pájaro o del volar distraído de un insecto que dibujaba su silueta sobre la paz de una puesta de sol. Entonces, me decía ella, el mundo no podía ser otra cosa que eso...

A ella la olvidé el mismo día en que sentí la presión infinita que me arrancó de mis raíces... Caí de espaldas y la oscuridad todo lo pudo. Recuerdo el gritar y el gemir de todas, acopladas unas con otras en un hacinamiento imposible. Recuerdo luego el traqueteo agotador que nos condujo hacia nuestro final, el bigote pequeño y recortado, la raya en el pelo engominado de grasa y la sonrisa violenta de aquel que durante más de una semana iba vociferando: “manzanas golden buenas y baratas. Compre señora...”

Una a una nos separaron, lanzándonos al peso en bolsas opacas, a veces transparentes... La primera vez que me metieron en una de ellas, y tras las disculpas de todas al sentirnos chocadas, me arrojaron de nuevo a mi caja ante las protestas por mi precio de una señora de pelo teñido de rosa... Señora, si usted supiera que contribuye a la infelicidad y a la desgracia...

Terminé sirviendo de modelo en un bodegón feo y vulgar de una joven que, por más atractivo, tenía un diente perfecto en una cara acartonada... Nunca llegué a verme realmente retratado en ese lienzo y, quizás por ello, terminamos, el lienzo y yo, en la esquina de un barrio perdido a miles de kilómetros de nuestros ancestros, del lienzo y míos, aburrido él y pudriéndome yo, sin más esperanza que el recogimiento familiar para él y el enraizar para mí.

Finalmente lo hice. Fue tan maravilloso descomponerme y colarme por el huequecito asfaltado de la calle para tocar el fondo de la misma tierra que me vio nacer, que ahí sigo, procurando no crecer mucho y pasar desapercibida. La operación es sencilla y, aunque el cambio de género no sea en el sentido más habitual ya que desde mi femenino pasaré a ser todo un manzano, no me sientan tan mal las vellosidades que me están empezando a cubrir. Hoy un perro viejo, de mirada gris y de comportamiento alienado al de su amo, me ha ladrado... He temido ser descubierta y ante mi miedo algo de lo salvaje que debe seguir habitando en él ha renacido. Me ha regado con su desprecio para no olvidar mi ubicación y se ha marchado moviendo el rabito, de nuevo esclavo de su comodidad burguesa. Algún día, si el planeamiento urbanístico me lo permite, me haré de nuevo manzana, pero no aquí, sino en un barrio de primera o en el jardín encantado de una viuda venida a menos que ya no pueda pagar a un jardinero.

DESDE EL LIMEN DEL LIMBO. El Misterio de los Pijamas sin Botones

El misterio de los pijamas sin botones


Pues verá, un pijama sirve, como es natural, para dormir, y aunque yo prefería hacerlo desnudo, de vez en cuando, en ocasiones por el inicial pudor, la mayoría de las veces por el frío, me lo ponía como el que se calza unas zapatillas o mismamente una corbata, es decir, sin mayor reflexión.

Sin embargo, a diferencia de otras prendas, mis pijamas comenzaron a amanecer sin botones y con el elástico de los pantalones completamente dado de sí. Yo no me habría extrañado mucho si no fuera por las veces en que era mi madre quien los lavaba y quien, de forma directa o indirecta, me llamaba la atención sobre estos hechos con malicia recubierta de severa preocupación.

Por eso, decidí ser sistemático y evaluar los daños que las noches me generaban. Nada, excepto los pijamas, parecía cambiar al día siguiente. Comprobé, no obstante, que mi casa también amanecía más ordenada y que ciertas sumas de dinero se encontraban también depositadas en mi mesilla de noche. Compensé las pérdidas con aquellas suculentas ganancias y, tras un mes, me di cuenta de que las noches me eran más rentables que los meses de arduo trabajo, puesto que algunos mañanas llegaba a tener sobre la mesita, o en el primer cajón de la derecha, más de dos mil euros guardados.

Abrí una cuenta corriente y dediqué los intereses a pagar a la modista de la esquina, que se afanaba en coserme todos los días los mismos botones. Yo llegaba todas las mañanas con la misma bolsita y el pijama del día anterior. Un día en el que me paré a fumar un pitillito con aquella señora, me dijo que le gustaba el perfume de mi mujer, a lo que respondí que no era mío, que vivía solo y que, si bien era cierto que tenía varios botecitos de perfume femenino en el armarito del baño, no sabía cómo habían ido a parar allí... Me guiñó un ojo y yo, tras comprobar que no había nadie detrás de mí que pudiera recibir aquel gesto, comencé a interpretarlo con algún nervio descosido que la modista podría también haber solucionado. Debió ser el tic que siempre me da en el ojo derecho el que provocó que conociese la trastienda de aquella mujer y el causante de haber llegado más de una hora tarde al trabajo con una sonrisa en los labios y los ánimos más calmados.

Obviamente me enamoré de aquella mujer; acto seguido me agobié y, sufriendo como sufro, según dicen algunas, de pánico al compromiso, cambié mi modista por pijamas nuevos de El Corte Inglés, comprados a pares y a última hora: me lo podía permitir, decía la cuenta bancaria de las noches, que ya rozaba el medio millón de euros.

Recuerdo que la mañana siguiente a la noche de los tambores, un jueves memorable en el que todo Madrid dormía menos el singular vecino que se dedicó a afinar sus oídos sobre lo que a veces parecía una batería, otras un trombón y, otras ambas cosas a la vez, me desperté con ganas de ir al ginecólogo. Tuve, de veras, que contenerme para no causar un ridículo espantoso, aunque reconozco que la idea de compartir las conversaciones de las jóvenes que por primera vez acudieran a su médico me parecía muy instructiva. Me miré en el espejo y todo parecía, sin embargo, normal: el pelo alborotado; las ganas de fumar un pitillo; el aliento seco; los mismos deseos de no ir al trabajo; el pijama sin botones que dejaba mi pecho al descubierto y mi mano sujetando los pantalones para que no se me cayesen.

Por la tarde persistían aquellos mismos deseos, de manera que, disfrazado de pareja modélica, me acerqué a una ginecóloga amiga para comentarle que estaba preocupado por una imaginaria novia. Me recibió con el alboroto de encontrarme más guapo, con la cara bien cuidada, con la sonrisa más clara... Ella había sido un ligue al que había que corresponder, aunque sin mucha vehemencia. De todas formas no me pude contener y exclamé un “tú también estás fenomenal” que me llevó a ocupar directamente la camilla y a que me reconociese. Aquella mujer sí que sabía lo que era experimentar, y de ella aún conservaba el recuerdo de sus desayunos, unas tostadas bien quemadas que debíamos devorar a mordisquitos en la cama, en mi cama, dejándolo todo cubierto de miguitas, y una montera del día en que, con una copita de oporto de más, o eso dijo ella, me alquiló un traje de luces, con su estoque y su muleta, para que le hiciese el amor de esa guisa...

Finalmente, al sincerarme y explicarle que me había despertado con ganas de ir a un ginecólogo para que me reconociese, me condujo hasta la puerta diciéndome que ella no era una cualquiera con la que pudiera montar un numerito de travestismo, y que cuidase mis fantasías... Al mismo tiempo, sonriendo, me dio la tarjeta de una psiquiatra, amiga suya dijo, ninfómana por otra parte, con la que desde luego podría llevar a cabo ésas y otras ocurrencias. Me guardé la tarjeta por si las moscas...

Por la noche, cansado, con mi par de pijamas nuevos ya en el asiento trasero tirados de cualquier manera, conduje de vuelta a casa hasta que, en un semáforo, una chica me intentó vender un paquete de pañuelos de papel. Le enseñé la docena de paquetitos que ya tenía, ante lo que pretendió limpiarme el parabrisas; le dije que no con ganas contenidas por el mal día, a lo que me respondió que le comprase, al menos, una revista; repetí mi “no” quizás, esta vez, con menos ímpetu, a lo que me respondió que podía leerme la mano; insistí en mi negativa, pero lo hice con la misma mano que ella ya me estaba leyendo. Su mirada se abrió, luego cerró el ojo izquierdo, entornó al instante los dos ojos, me pidió el D.N.I. y, finalmente, marcando bien las palabras como para dar más énfasis a lo que me iba a decir, concluyó con un sonoro “estás embarazado y de seis meses”. Le di un euro y me apreté el cinturón de seguridad como dando a entender que no tenía barriga alguna que delatase tamaño disparate.

Aquello, no obstante, cuadraba bastante bien con mis ganas de ir al ginecólogo, y lo cierto es que a partir de la mañana siguiente comencé a tener vómitos vespertinos; dejé el tabaco; varié mi alimentación y comencé a hacer gorgoritos con los niños con los que me iba cruzando. Recuerdo que en esas fechas mi frase favorita comenzó a ser “qué mono... ¿cuántos meses tiene?”.

Los días siguientes fueron aún peores... Para empezar ya no aparecían sumas, importantes o no, sobre la mesita de noche, sino que por el contrario desaparecían de mi billetero, convirtiéndose un día en bombones, cuyas funditas amanecían desperdigadas por todo el piso, otros en patucos de todos los colores y ropita de bebé, lo que cuadraba sin duda con la predicción de la improvisada pitonisa, y las menos de las veces, por último, en libros de psicología barata que llevaban por título “Cómo entender a tu hijo”.

Me dispuse a descubrir el misterio una tarde de sábado en que “Cine de Barrío” había dado “Sor Citroen” por enésima vez... No sé si fue la película, pero algo se encendió en mi interior cuando monté mi cámara de vídeo sobre el trípode que una vez me prestaron. Por la noche le di al “play” y me dispuse a dormir.

A la mañana siguiente, tras fumar un par de pitillos, es cierto que retomé aquel vicio, y comprobar que la cinta de la película no se había movido mucho, me dispuse a verla. Hice palomitas, pero no me atreví a invitar a nadie. Allí estaba yo, al principio quietecito entre las sábanas... Luego, al cabo de tres minutos, de las mismas sábanas emergió un cuerpo voluptuoso de mujer que, mirando fijamente a la cámara y dirigiéndose a ella, la apagó al mismo tiempo que emitía un quejido. Pude ver sus pechos desnudos, enormes, apenas cubiertos por mi propio pijama... ¿Mi propio pijama? Rebobiné la cinta... De nuevo la misma mujer y el mismo quejido... Me quedé sobrecogido por su belleza, por sus labios turgentes y... Volví a rebobinar la cinta, esta vez repitiéndome que debía estar concentrado en comprobar si era o no mi mismo pijama, y lo era... La chica, además, estaba embarazada.

Al día siguiente me dirigí a la tienda del espía y me hice instalar pequeñas cámaras en todos los cuartos. La noche llegó tardísimo, no porque el tiempo se hubiera detenido, sino por mis ganas de irme a la cama y comprobar el momento en que ella pudiera surgir.

No pegué ojo, escondido como estuve tras la almohada, dejando un hueco grande por si ella, en vez de levantarse, prefería seguir durmiendo... Me levanté como me había acostado, esta vez con el pijama intacto, me afeité y me duché, como todas las mañanas, y debió ser por la falta de sueño, o porque aquella reunión comenzó a resultar demasiado aburrida, por lo que cerré un ojo, y luego el otro. Recuerdo vagamente verme en una camilla, con mi jefe al lado cogiéndome de la mano y dándome palabras de ánimo. Recuerdo también una ambulancia y su sirena... Tengo el vivo recuerdo, aunque me palpo y no siento nada, de un intenso dolor en... bueno... ahí...a la altura del segundo chacra. Luego, al despertarme completamente y verme desnudo en la planta infantil de La Paz, con un bebé al lado que me mordía con fuerza mi pezón derecho, no pude evitarlo y un intenso sentimiento de ternura me invadió...

Por eso, y sólo por eso, Señoría, robé aquel banco... ¿Me entiende ahora la Sala?
Fin

RETRATOS DE RETAZOS. Desazón

DESAZÓN:
Ya salió la madrugada, perdiendo pétalos azules con cada paso. Se mantuvo quieta durante horas, paciente en su destino y amarga en las esperas... Da igual, se decía, mañana será igual que hoy y ayer... La misma desazonada espera...
Las luces del primer día se iban estirando... Bostezaban todavía cuando señalaron el viejo tronco, carcomido por el tiempo pero jóven en su centro... Se dejó bañar en la luz; se sentía mejor con cada rayo... La luminosidad estridente lo empezó a confundir todo dando calor a las cosas que hacía apenas un momento sólo tenían colores. A medio día ya no me gustaba el cielo... Si lo hubieras visto hace seis horas... Las nubes lo habían dejado solo, y aún una docena de estrellas se atrevían a navegar con destellos.
Tendré que esperar yo también hasta mañana. No había acción, no se necesitaba... Incluso los pájaros volaban inmóviles. Las campanas de todo el universo se pusieron en marcha y miles de seres de tamaños diversos vagaron confundidos durante horas... No había horas en realidad... El tiempo se detenía a su voluntad, y a su voluntad avanzaba todo lo que le era posible... Días hubo que fueron semanas, y semanas que sumadas equivalían a siglos... Sin embargo, el agua azul no consintió ser pintada del verde brillante con que algunos pretendieron mezclarla... Nada tenía sentido y todo era lo mismo, y nada era nada...
Sólo quise dormir y ensoñar ya el mañana. Nada quería ver en ese aire denso que se me estancaba en la garganta... Nada sino imaginar otra cosa tan irreal como aquella...

@ Francisco G. Espadas. All rights reserved.

RETRATOS DE RETAZOS. Rutina

Rutina
La rutina es una máquina de escribir vieja y desgastada, llena de tornillos que el tiempo se encarga de aflojar y de apretar... La rutina te envuelve en sus tristes y grises manos, y como el humo denso hace que la piel se agriete, se llene de esporas que se enraizan en lo más profundo del alma...

La rutina te envuelve, sí, como el fuego apagado que sólo expulsa humos negros... La idea de la rutina no existe... antes de que se aparezca, el tiempo pasa dejando su estela de periódicas obligaciones... Es fácil romper con la cobardía, pero la valentía de romper con el día a día se escondió detrás de un muro de preciosas piedras, cada vez más pulidas, casi aúreas que se engorda y crece hasta no dejarte ver el cielo...

Un día se me cayó la rutina encima, y ni siquiera me di cuenta... Comencé a vivir dentro del muro; el aire también era respirable y simplemente me senté a esperar entendiendo que el golpe de luz estaría siempre en la próxima parada.

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