Wednesday, March 29, 2006

DESDE EL LIMEN DEL LIMBO. El diablo Rojo

El Diablo Rojo

Caminó temblando de frío, con dos demonios colgados del cuello y la mula tuerta que al final le sirvió de avío. El horizonte rojo le marcaba el camino, y las piedras del malpaís se le clavaban tan profundas que más de una tuvo que sacársela del alma. Necesitaba huir; el volcán se estaba desperezando y ya las aves habían emprendido su vuelo pavoroso. Necesitaba huir y llegar entre las piedras hasta el escondrijo callado de su corazón, hasta su amor desde niño: aquella mujer de sonrisa apaciguadora y dientes perlados que debía esperarla en su casa.

La encontró acurrucada entre las piedras, tiritando de miedo y con la lava a menos de tres metros. Estaba cubierta de escorias y cenizas, y su perro, el que él le regaló para que la protegiera, yacía a sus pies, ahorcado por la fuerza de un instinto que le pedía tirar de la cuerda con que él lo había amarrado la noche anterior. La cogió en brazos, la envolvió con un beso dulce y dejó sentir en su pecho un latigazo de amor y de cariño. Estaban juntos.

La mula los llevó tan de buena gana entre las piedras que en poco tiempo llegaron a Yaiza. La dejaron marchar mientras ellos miraban atrás el cuerpo del perro en plena combustión, sintiendo el olor del azufre que ya no cabía por los poros y escudriñando un cielo negro y tosco, lleno de humos densos que el viento se encargaba de deshilachar.

Nadie quedaba tranquilo en Yaiza. Los hombres se mesaban los cabellos mientras las mujeres calmaban a sus hijos en la Iglesia. El cura anotaba en su diario el suceso, consciente de la dimensión histórica del hecho, confiando en que un Dios salvador parara el avance del diablo rojo de Timanfaya.

Los nacidos esa noche y durante las semanas siguientes se acomodaron pronto al ronroneo feroz de la tierra, pero el resto fue trasladándose a una cordura guiñada por la paranoia. Los mortales eran más fuertes y los muertos se revolvían inquietos en sus tumbas, pensando, quizás, que el Juicio Divino estaba cerca.

A la lava la paró la Virgen. La imagen fue colocada por los más creyentes, capitaneados por el cura, al borde mismo de la colada y, allí, de la forma más verosímil, el manto rojo se detuvo. Al cabo de seis años el volcán se cansó. Como de un mal sueño los habitantes de Lanzarote volvieron de nuevo a pisar una tierra de sueños cálidos.

Un día, aún con la misma mula, subieron a su casa perdida en la Montaña de Fuego. Caminaban de nuevo por el malpaís, evitando que las trampas de la colada seca les enterrara, y sintiendo el calor latente de cada roca. No habrían subido más de seis kilómetros cuando lo vieron allí: la cola enhiesta, sosteniendo con sus manos absurdas el mítico tridente y con la sonrisa desbocada por unos dientes felinos. El terror les pudo y quedaron inmóviles viendo a aquella figura de fuego brillar incandescente a su alrededor, marcando el círculo en que estuvieron reducidos durante más de una semana en la que se alimentaron de la mula tuerta, muerta de la impresión y cocinada lenta sobre el propio suelo. A los siete días él se dirigió resuelto hacia el diablo rojo y le hizo frente con la mayor bondad que fue capaz. A los siete días, con cada palabra amable, tridente en mano, el diablo se fue enfriando hasta convertirse en hierros.

Hoy aún se le puede ver, diablo rojo de Timanfaya, con la pataleta del que sabe que pierde su existencia, sosteniendo su tridente sobre una cabeza de cuernos malvados. Hoy nos da risa ver su figurita manejable, pero en el fondo del corazón de las gentes de Lanzarote se acunó ya, por siempre, la bondad y lo amable para, quizás inconscientemente, evitar que el monstruo despierte de su letargo.

Fin