DESDE EL LIMEN DEL LIMBO. Memorias
Día 2 de junio. Me preguntan cómo vivo, y no tienen más remedio que aflorar sus envidias cuando comprueban lo sano de mi existencia. Para empezar, me levanto, ejercicio de halterofilia al que me siento poco llamado normalmente; practico caída libre, más que nada porque, sin poder usar el ascensor para descender, se me antoja que viviendo en un cuarto es la forma más rápida de no perder un segundo. Además, a veces, enredado en disertaciones cartesianas, comprobar la gravedad me envuelve en un sentimiento de inmensa alegría, al pensar que al menos una ley conocida sigue vigente. Luego, cuando me repongo un poco de las caídas, lo que me hace ser cada vez más achacoso en los días, a veces meses, en que permanezco en el hospital ( a propósito, felicidades a la planta cuarta de La Paz por su valía y buen hacer), estudio la posibilidad de practicar el esquí acuático: compruebo que el nivel del mar no ha llegado a Madrid; calculo concienzudamente las posibilidades de que llegue en los minutos siguientes; las consecuencias económicas que eso tendría; las incidencias sociales que conllevaría semejante hecho; las repercusiones en las próximas elecciones; adivino los titulares de ese día caótico y, final e invariablemente, invierto mi ya escaso peculio en áticos y en la empresa Góndolas para el 3040, S.A.
Cansado, pero conociendo las bondades del deporte, sólo a veces, me siento a reflexionar sobre las mismas. Es el estómago, y no yo, el que me lleva a las puertas de mi Residencia (mi cabeza jamás se dejaría engañar tantas veces por la promesa de una comida literaria). Después de comer entro en una fase en la que me resulta muy dificultoso recordar algo, incluso moverme. Agoto mis últimas fuerzas en llamar a Urgencias, y balbuceando les cuento todo. Me preguntan si además bostezo, les digo que sí; me tranquilizan; les digo que es algo crónico; me tranquilizan; les digo que voy a caerme al suelo sin remedio; me cuelgan. Cuando recobro la consciencia me acerco al Juzgado de Guardia más cercano y ejercito las acciones legales que me asisten.
Deben ser las ocho de la tarde cuando, por fin, me queda un rato para mi solo: llamo a algún amigo por teléfono. Luego la cena, y tras ella, y ésta es la principal desventaja de ser tan educado, llego a la etapa de dar las buenas noches, lo que no es nada fácil viviendo en un Colegio con más de cuatrocientas personas. En los peores días me tengo que quedar en el recibidor hasta las tantas esperando a algún desvergonzado que llega tarde, sin contar con otros pesados que, encima, me dan conversación. Duermo, eso sí, feliz y sobre todo muy cansado.
Cansado, pero conociendo las bondades del deporte, sólo a veces, me siento a reflexionar sobre las mismas. Es el estómago, y no yo, el que me lleva a las puertas de mi Residencia (mi cabeza jamás se dejaría engañar tantas veces por la promesa de una comida literaria). Después de comer entro en una fase en la que me resulta muy dificultoso recordar algo, incluso moverme. Agoto mis últimas fuerzas en llamar a Urgencias, y balbuceando les cuento todo. Me preguntan si además bostezo, les digo que sí; me tranquilizan; les digo que es algo crónico; me tranquilizan; les digo que voy a caerme al suelo sin remedio; me cuelgan. Cuando recobro la consciencia me acerco al Juzgado de Guardia más cercano y ejercito las acciones legales que me asisten.
Deben ser las ocho de la tarde cuando, por fin, me queda un rato para mi solo: llamo a algún amigo por teléfono. Luego la cena, y tras ella, y ésta es la principal desventaja de ser tan educado, llego a la etapa de dar las buenas noches, lo que no es nada fácil viviendo en un Colegio con más de cuatrocientas personas. En los peores días me tengo que quedar en el recibidor hasta las tantas esperando a algún desvergonzado que llega tarde, sin contar con otros pesados que, encima, me dan conversación. Duermo, eso sí, feliz y sobre todo muy cansado.
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