DESDE EL LIMEN DEL LIMBO. El mensaje Secreto
El mensaje secreto
¿Quién tiene prisa en verme llegar? Me lo pregunté una vez, y otra más justo cuando abandoné el vagón del metro que me debía conducir, aparentemente, a mi casa.
“Te estoy esperando en tu casa. Ven pronto. Yo”. Había recibido en mi móvil el mismo mensaje repetitivo desde primera hora de la mañana, inundándome el día de pequeños pitidos que hacía tiempo que no me resultaban familiares. El último mensaje añadía, muy serio, que todo aquello no era una broma. Por supuesto, el número de teléfono del que procedían los mensajes me era desconocido y, cada vez que intentaba telefonear para tomar desprevenido al oculto interlocutor, me contestaba una voz femenina conocida invitándome a dejar el testimonio del motivo de mi llamada. Colgaba rápidamente.
Creo que el primer mensaje lo recibí a las ocho, justo cuando estaba intentando convencer al pesado de mi Jefe de que cambiase la máquina de café por una de chocolate con leche. El siempre decía que sí, moviendo la cabeza como un oso amaestrado, precisamente, para bendecir con afirmaciones las cuestiones más diversas. Por otra parte, sus “síes” no suponían nunca nada más que la emisión de un sonido que comenzaba casi oclusivo en su ese inicial y languidecía en los finales, mezcla de la propia ese y de la i. El “bip“ del móvil me hizo pensar en otra cosa y la lectura del mensaje me dejó con cara de preocupación, sobre todo teniendo en cuenta que tan solo tenía aquel aparato desde el día anterior. ¿Será la dependienta que me lo vendió? –me dije sin demasiado convicción al recordar que aquella chica medía más de metro ochenta y parecía que, en cualquier momento, regresaría a la pasarela Cibeles de la que se había ausentado para contentar a un novio celoso.
El último mensaje me llegó justo en el descansillo de mi propia casa, a tan solo un metro de mi puerta. Esta vez fui rápido y marqué casi a la vez. Un teléfono sonó a lo lejos, como cubierto de puertas y de cerrojos que todavía tenía que abrir.
Llave en ristre, mi menté me asaltó con la absurda idea de que, quizás, todo aquello era una trampa, urdida por agentes secretos en busca de mis conocimientos, hipótesis que rechacé cuando mi misma mente, emitiendo un “toc, toc“ de atención, me dijo que yo no tenía nada que descubrir ni, lo que era peor, nada que esconder. Pensé en mis amigos, todos reunidos para darme una sorpresa de esas que sólo se ven en las películas, pero tampoco tenía amigos.
Abrí la puerta. Todo estaba oscuro... ¡Bien! -me dije. Hay alguien en casa porque yo siempre dejo las persianas abiertas hasta arriba. A la inicial ilusión, con el corazón latiendo a toda vela y la respiración apenas contenida, le siguió la siempre odiosa duda de si, como todos los martes, habría sido mi asistenta por horas la que, en un derroche de trabajo, habría variado mi natural orden dejando las persianas bajadas.
Me introduje sigiloso en mi casa esperando que lo que tuviera que suceder, ocurriese rápidamente. Comencé a rezar un padrenuestro y cuando doblaba ya la esquina del “venga a nosotros tu reino”, una voz masculina me contestó, desde la oscuridad del fondo del corredor, “de tu vientre Jesús”. Algo fallaba: o bien aquella voz y yo no estábamos coordinados, ni en rezos ni en lugares, porque yo no había imaginado, ni mucho menos, a un hombre enviando aquellos mensajes tan interesantes, o bien era aquella voz la que se había confundido de piso, dado que por aquel entonces tenía yo un par de vecinas de esas que siempre van llamando la atención, lleven lo que lleven, y en ocasiones muy a su pesar; un par de vecinas, por tanto, guapas, muy guapas...
Hubiera prendido una vela para poder iluminar la silueta que ya divisaba a menos de tres metros de mí, pero no teniendo cerillas, decidí encender la luz eléctrica. Una mano se dirigió a una cara, tapando a unos ojos cubiertos por unas gafas de pasta negra, y la misma voz, en tono lastimero, suplicó: apague usted, por Dios... ¡Qué vergüenza!
Allí estaba yo, en el salón de mi casa, a un metro de la puerta y a dos de un señor de unos cincuenta y cinco años que me pedía, alegando su propia vergüenza, que apagase la luz de un apartamento que era, sin duda, el mío. Yo podría haberle dicho que se marchase, que llamaría a la policía en otro caso, pero aquel ser de tamaño diverso, porque ahora era más chiquitito, seguía allí tieso como un pimiento y, como el mismo pimiento, frágil. Para mayor colmo de males, de sus males, se había puesto a llorar. Decidí sacar a flote mi carácter más hospitalario y le ofrecí mi pañuelo. El lo cogió al tiempo en que, sentándose en mi sillón, ponía los pies sobre la mesita de cristal que un día compré con la idea de que ningún señor que se introdujera en mi casa sin mi permiso pusiera los pies encima, y lentamente comenzó a confesarme el porqué de sus penas.
Mi mujer se llama Marta, inició su declaración. ¡Usted no la conoce! A ella no se le puede decir que no porque de pequeña, su padre o su madre, que para el caso es lo mismo, no le dieron la torta aquella que a todos nos termina viniendo también. ¿Me comprende? –dijo aquel señor mientras yo asentía, con la cabeza puesta en aquella bofetada que mi padre me dio un día.
Pues verá, yo estaba en casa, continuó, ya con el pijama puesto y las zapatillas de cuadritos... Entonces, viene mi Marta y me dice: mañana a primera hora te vistes y te cuelas, sin hacer mucho ruido, en la casa del vecino del ático. Toma, éste es el número de su móvil. Te vas allí y te pones a enviarle mensajes desde este otro móvil a intervalos de media hora. Si te llama no lo cojas. Cada vez que envíes un mensaje, tú apagas el aparato y media hora después, lo mismo... Te quedas allí hasta que él llegue y, entonces, nada más escucharle entrar, me llamas rápidamente que ya te diré yo lo siguiente... ¿Te has enterado?
Aquel señor, que efectivamente seguía en pijama y en zapatillas a cuadritos grises y blancos, me dijo que entonces él balbuceó un “para qué” que se le quedó corto cuando su niña, su Martita, salió de detrás de la cortina de su dormitorio matrimonial, un santuario añadió, que no sé yo lo que haría allí, y aquella chica, una mujer de bandera por los detalles que minuciosamente me fue regalando, le dijo con su voz más dulce un “anda papito, hazlo por mí...”
Le miré como mi perro me miraba cuando le recitaba los latinajos que un día me aprendí, y él, muy en su papel, me añadió que estaba ahí, en mi casa, por darle un capricho a la niña y por, reconoció, no llevarle la contraria a su señora.
¿Y ahora qué? Le pregunté yo imaginando con nitidez la escena. Nada, ahora toca esperar, me contestó... ¿Me deja usted su móvil? -me preguntó mientras, ya con un güisqui en la mano me hacía un hueco en mi propia casa para que me pusiera cómodo. Es que con tanto mensaje me he quedado sin saldo y no he podido avisar a mi mujer... Tenga, tenga - dije yo sin pensar en otra cosa que en la niña Martita saliendo de detrás de unas cortinas...
Cariño, que el señor del ático ya está aquí, susurró con una voz temerosa... ¿Que qué? ¿Qué subes?... Oí aquellas palabras sin prestarles mucha atención, absorto como estaba en cómo podría contar a los demás que me había ocurrido algo así.
A los cinco minutos, el asalto a mi casa se consumó con la visita de la misma Marta y de Martita. El mismo invitado de antes, que ante la presencia de aquellas había abandonado el güisqui en mi mano y había quitado, de súbito, los pies que antes tuvo sobre mi mesita, pareció hacerse invisible a fuerza de encogerse en el sofá. En cuanto a mí, yo caí casi desmayado sobre mi sofá azul al comprobar que Martita no era otra que la dependienta de la tienda de teléfonos de la esquina y al suponer que ella, la misma Martita en persona, había urdido aquel plan tan sólo para conocerme más.
Me hubiera casado con ella, claro, si no fuera porque por aquellos días ya no me dejaba llevar por un buen cuerpo y, sobre todo, si no hubiera sido por trasladar a Martita las maneras de su madre, que ahora arrastraba a su Manolo fuera de mi casa, diciéndome que el pobre hombre estaba loco de atar; que inventaba historias que, en ningún caso, debía creer y que, mismamente, el día anterior le había dado por decir que quería presentarme a su hija para que yo me casara con ella. Añadió la Marta de Manolo que, de no invitar yo a su hija al cine, probablemente persistiría el mismo Manolo de Marta en su actitud y yo, más por galante que por hombre, accedí a llevármela a los Canciller, que me pillaban al lado. Luego, cuando la película comenzó, la excusa de ir al servicio me sirvió para ganar casi dos horas en las que me fugué con Manolo, el pobre, que estaba sentado en un banco de la plaza rascándose la cabeza sin entender nada y que, no sé muy bien cómo, había logrado sacar mi vaso de güisqui junto con una botella, aparentemente igual que la mía, que ahora me ofrecía.
Fin
¿Quién tiene prisa en verme llegar? Me lo pregunté una vez, y otra más justo cuando abandoné el vagón del metro que me debía conducir, aparentemente, a mi casa.
“Te estoy esperando en tu casa. Ven pronto. Yo”. Había recibido en mi móvil el mismo mensaje repetitivo desde primera hora de la mañana, inundándome el día de pequeños pitidos que hacía tiempo que no me resultaban familiares. El último mensaje añadía, muy serio, que todo aquello no era una broma. Por supuesto, el número de teléfono del que procedían los mensajes me era desconocido y, cada vez que intentaba telefonear para tomar desprevenido al oculto interlocutor, me contestaba una voz femenina conocida invitándome a dejar el testimonio del motivo de mi llamada. Colgaba rápidamente.
Creo que el primer mensaje lo recibí a las ocho, justo cuando estaba intentando convencer al pesado de mi Jefe de que cambiase la máquina de café por una de chocolate con leche. El siempre decía que sí, moviendo la cabeza como un oso amaestrado, precisamente, para bendecir con afirmaciones las cuestiones más diversas. Por otra parte, sus “síes” no suponían nunca nada más que la emisión de un sonido que comenzaba casi oclusivo en su ese inicial y languidecía en los finales, mezcla de la propia ese y de la i. El “bip“ del móvil me hizo pensar en otra cosa y la lectura del mensaje me dejó con cara de preocupación, sobre todo teniendo en cuenta que tan solo tenía aquel aparato desde el día anterior. ¿Será la dependienta que me lo vendió? –me dije sin demasiado convicción al recordar que aquella chica medía más de metro ochenta y parecía que, en cualquier momento, regresaría a la pasarela Cibeles de la que se había ausentado para contentar a un novio celoso.
El último mensaje me llegó justo en el descansillo de mi propia casa, a tan solo un metro de mi puerta. Esta vez fui rápido y marqué casi a la vez. Un teléfono sonó a lo lejos, como cubierto de puertas y de cerrojos
Llave en ristre, mi menté me asaltó con la absurda idea de que, quizás, todo aquello era una trampa, urdida por agentes secretos en busca de mis conocimientos, hipótesis que rechacé cuando mi misma mente, emitiendo un “toc, toc“ de atención, me dijo que yo no tenía nada que descubrir ni, lo que era peor, nada que esconder. Pensé en mis amigos, todos reunidos para darme una sorpresa de esas que sólo se ven en las películas, pero tampoco tenía amigos.
Abrí la puerta. Todo estaba oscuro... ¡Bien! -me dije. Hay alguien en casa porque yo siempre dejo las persianas abiertas hasta arriba. A la inicial ilusión, con el corazón latiendo a toda vela y la respiración apenas contenida, le siguió la siempre odiosa duda de si, como todos los martes, habría sido mi asistenta por horas la que, en un derroche de trabajo, habría variado mi natural orden dejando las persianas bajadas.
Me introduje sigiloso en mi casa esperando que lo que tuviera que suceder, ocurriese rápidamente. Comencé a rezar un padrenuestro y cuando doblaba ya la esquina del “venga a nosotros tu reino”, una voz masculina me contestó, desde la oscuridad del fondo del corredor, “de tu vientre Jesús”. Algo fallaba: o bien aquella voz y yo no estábamos coordinados, ni en rezos ni en lugares, porque yo no había imaginado, ni mucho menos, a un hombre enviando aquellos mensajes tan interesantes, o bien era aquella voz la que se había confundido de piso, dado que por aquel entonces tenía yo un par de vecinas de esas que siempre van llamando la atención, lleven lo que lleven, y en ocasiones muy a su pesar; un par de vecinas, por tanto, guapas, muy guapas...
Hubiera prendido una vela para poder iluminar la silueta que ya divisaba a menos de tres metros de mí, pero no teniendo cerillas, decidí encender la luz eléctrica. Una mano se dirigió a una cara, tapando a unos ojos cubiertos por unas gafas de pasta negra, y la misma voz, en tono lastimero, suplicó: apague usted, por Dios... ¡Qué vergüenza!
Allí estaba yo, en el salón de mi casa, a un metro de la puerta y a dos de un señor de unos cincuenta y cinco años que me pedía, alegando su propia vergüenza, que apagase la luz de un apartamento que era, sin duda, el mío. Yo podría haberle dicho que se marchase, que llamaría a la policía en otro caso, pero aquel ser de tamaño diverso, porque ahora era más chiquitito, seguía allí tieso como un pimiento y, como el mismo pimiento, frágil. Para mayor colmo de males, de sus males, se había puesto a llorar. Decidí sacar a flote mi carácter más hospitalario y le ofrecí mi pañuelo. El lo cogió al tiempo en que, sentándose en mi sillón, ponía los pies sobre la mesita de cristal que un día compré con la idea de que ningún señor que se introdujera en mi casa sin mi permiso pusiera los pies encima, y lentamente comenzó a confesarme el porqué de sus penas.
Mi mujer se llama Marta, inició su declaración. ¡Usted no la conoce! A ella no se le puede decir que no porque de pequeña, su padre o su madre, que para el caso es lo mismo, no le dieron la torta aquella que a todos nos termina viniendo también. ¿Me comprende? –dijo aquel señor mientras yo asentía, con la cabeza puesta en aquella bofetada que mi padre me dio un día.
Pues verá, yo estaba en casa, continuó, ya con el pijama puesto y las zapatillas de cuadritos... Entonces, viene mi Marta y me dice: mañana a primera hora te vistes y te cuelas, sin hacer mucho ruido, en la casa del vecino del ático. Toma, éste es el número de su móvil. Te vas allí y te pones a enviarle mensajes desde este otro móvil a intervalos de media hora. Si te llama no lo cojas. Cada vez que envíes un mensaje, tú apagas el aparato y media hora después, lo mismo... Te quedas allí hasta que él llegue y, entonces, nada más escucharle entrar, me llamas rápidamente que ya te diré yo lo siguiente... ¿Te has enterado?
Aquel señor, que efectivamente seguía en pijama y en zapatillas a cuadritos grises y blancos, me dijo que entonces él balbuceó un “para qué” que se le quedó corto cuando su niña, su Martita, salió de detrás de la cortina de su dormitorio matrimonial, un santuario añadió, que no sé yo lo que haría allí, y aquella chica, una mujer de bandera por los detalles que minuciosamente me fue regalando, le dijo con su voz más dulce un “anda papito, hazlo por mí...”
Le miré como mi perro me miraba cuando le recitaba los latinajos que un día me aprendí, y él, muy en su papel, me añadió que estaba ahí, en mi casa, por darle un capricho a la niña y por, reconoció, no llevarle la contraria a su señora.
¿Y ahora qué? Le pregunté yo imaginando con nitidez la escena. Nada, ahora toca esperar, me contestó... ¿Me deja usted su móvil? -me preguntó mientras, ya con un güisqui en la mano me hacía un hueco en mi propia casa para que me pusiera cómodo. Es que con tanto mensaje me he quedado sin saldo y no he podido avisar a mi mujer... Tenga, tenga - dije yo sin pensar en otra cosa que en la niña Martita saliendo de detrás de unas cortinas...
Cariño, que el señor del ático ya está aquí, susurró con una voz temerosa... ¿Que qué? ¿Qué subes?... Oí aquellas palabras sin prestarles mucha atención, absorto como estaba en cómo podría contar a los demás que me había ocurrido algo así.
A los cinco minutos, el asalto a mi casa se consumó con la visita de la misma Marta y de Martita. El mismo invitado de antes, que ante la presencia de aquellas había abandonado el güisqui en mi mano y había quitado, de súbito, los pies que antes tuvo sobre mi mesita, pareció hacerse invisible a fuerza de encogerse en el sofá. En cuanto a mí, yo caí casi desmayado sobre mi sofá azul al comprobar que Martita no era otra que la dependienta de la tienda de teléfonos de la esquina y al suponer que ella, la misma Martita en persona, había urdido aquel plan tan sólo para conocerme más.
Me hubiera casado con ella, claro, si no fuera porque por aquellos días ya no me dejaba llevar por un buen cuerpo y, sobre todo, si no hubiera sido por trasladar a Martita las maneras de su madre, que ahora arrastraba a su Manolo fuera de mi casa, diciéndome que el pobre hombre estaba loco de atar; que inventaba historias que, en ningún caso, debía creer y que, mismamente, el día anterior le había dado por decir que quería presentarme a su hija para que yo me casara con ella. Añadió la Marta de Manolo que, de no invitar yo a su hija al cine, probablemente persistiría el mismo Manolo de Marta en su actitud y yo, más por galante que por hombre, accedí a llevármela a los Canciller, que me pillaban al lado. Luego, cuando la película comenzó, la excusa de ir al servicio me sirvió para ganar casi dos horas en las que me fugué con Manolo, el pobre, que estaba sentado en un banco de la plaza rascándose la cabeza sin entender nada y que, no sé muy bien cómo, había logrado sacar mi vaso de güisqui junto con una botella, aparentemente igual que la mía, que ahora me ofrecía.
Fin
<< Home