RETRATOS DE RETAZOS. El relato dinámico de la historia que nunca acababa
El relato dinámico de la historia que nunca acababa
Como caída del cielo me vino la idea de escribir la historia que nunca acababa, caracterizada, precisamente por eso, porque el fin no tenía más sentido que el principio. Quizás por ello decidí construirla desde el final, que no existe, y en eso estaba cuando sentí el impulso de dar un beso. Fue un impulso constante, pero lo aborté con tristeza, ignorancia y timidez.
En la historia que nunca acababa las cosas habían cambiado mucho, me dije contemplando cómo los personajes se habían movido de su escenario. Para empezar, el beso se había deslizado, inconsciente, por entre los cristales mágicos que bordean el paraíso, aunque los paraísos nunca existían en las historias sin fin, porque estando siempre más allá de sus límites, no podían aprehenderlos.
El tiempo discurría al revés, aunque únicamente en la dimensión mental, y tenía un movimiento pendular contenido que obligaba a que el mismo tiempo volviese a su origen, sin apurar nunca la copa última de los extremos. Así estuvo durante siglos, que fueron segundos, apenas instantes, hasta que se paró en su mitad. Entonces el aire se me estancó en los pulmones, comencé a sudar y tuve que darle un ligero "toc, toc" a la esfera del reloj para que arrancase de nuevo su marcha.
Me sentí, de nuevo, envuelto por una brisa fresca, aunque peligrosamente envolvente, que tenía por horizonte, origen y destino una mirada color cielo de abril. ¿De abril? Sí, quizás la mirada era aún más bonita… Era un abril visto desde lo alto de una montaña. Hay que huir de las envolventes, me dijeron un día, con lo que me cargué el hatillo del olvido a cuestas, y subiendo la pendiente de la voluntad, me dispuse a repudiar mis sentimientos… De nada me sirvió porque el pecho me paró, como un Belmonte, y templándome suave, como las caricias que mi madrina me hacía de niño, me mandó de nuevo al valle poblado de dulces y agrios frutos… Pudo ser también que no quería evitar el impulso.
Entonces, la historia sin fin me descubrió imaginando sus límites, y arropándome en mantos de cariño me llevo a su centro, a su aquí y ahora, y me devolvió mil quinientas conclusiones interminables que siempre acababan bien, porque el cero es lo más cercano al infinito, y los contrastes de fines en interminables historias siempre quedan bien como recurso para finalizar un párrafo.
Me paré a reflexionar, no más allá de una décima de segundo, pero no encontré en mi deambular ninguna característica especial de una historia sin ocaso y, fue entonces, cuando mirando aquí y allá, comprendí al contemplar su cenit que ahí estaba la diferencia: en las historias sin fin, no había principios.
Entonces me derivé en infinitesimales partes y así, liberado del peso de la teoría, decidí construir un principio; integrado de nuevo, como caída del cielo me vino la idea de escribir la historia que nunca acababa, caracterizada, precisamente por eso, porque el fin no tenía más sentido que el principio. Quizás por ello decidí construirla desde el final, que no existe, y en eso estaba cuando sentí el impulso de dar un beso. Fue un impulso constante…
Fin
Como caída del cielo me vino la idea de escribir la historia que nunca acababa, caracterizada, precisamente por eso, porque el fin no tenía más sentido que el principio. Quizás por ello decidí construirla desde el final, que no existe, y en eso estaba cuando sentí el impulso de dar un beso. Fue un impulso constante, pero lo aborté con tristeza, ignorancia y timidez.
En la historia que nunca acababa las cosas habían cambiado mucho, me dije contemplando cómo los personajes se habían movido de su escenario. Para empezar, el beso se había deslizado, inconsciente, por entre los cristales mágicos que bordean el paraíso, aunque los paraísos nunca existían en las historias sin fin, porque estando siempre más allá de sus límites, no podían aprehenderlos.
El tiempo discurría al revés, aunque únicamente en la dimensión mental, y tenía un movimiento pendular contenido que obligaba a que el mismo tiempo volviese a su origen, sin apurar nunca la copa última de los extremos. Así estuvo durante siglos, que fueron segundos, apenas instantes, hasta que se paró en su mitad. Entonces el aire se me estancó en los pulmones, comencé a sudar y tuve que darle un ligero "toc, toc" a la esfera del reloj para que arrancase de nuevo su marcha.
Me sentí, de nuevo, envuelto por una brisa fresca, aunque peligrosamente envolvente, que tenía por horizonte, origen y destino una mirada color cielo de abril. ¿De abril? Sí, quizás la mirada era aún más bonita… Era un abril visto desde lo alto de una montaña. Hay que huir de las envolventes, me dijeron un día, con lo que me cargué el hatillo del olvido a cuestas, y subiendo la pendiente de la voluntad, me dispuse a repudiar mis sentimientos… De nada me sirvió porque el pecho me paró, como un Belmonte, y templándome suave, como las caricias que mi madrina me hacía de niño, me mandó de nuevo al valle poblado de dulces y agrios frutos… Pudo ser también que no quería evitar el impulso.
Entonces, la historia sin fin me descubrió imaginando sus límites, y arropándome en mantos de cariño me llevo a su centro, a su aquí y ahora, y me devolvió mil quinientas conclusiones interminables que siempre acababan bien, porque el cero es lo más cercano al infinito, y los contrastes de fines en interminables historias siempre quedan bien como recurso para finalizar un párrafo.
Me paré a reflexionar, no más allá de una décima de segundo, pero no encontré en mi deambular ninguna característica especial de una historia sin ocaso y, fue entonces, cuando mirando aquí y allá, comprendí al contemplar su cenit que ahí estaba la diferencia: en las historias sin fin, no había principios.
Entonces me derivé en infinitesimales partes y así, liberado del peso de la teoría, decidí construir un principio; integrado de nuevo, como caída del cielo me vino la idea de escribir la historia que nunca acababa, caracterizada, precisamente por eso, porque el fin no tenía más sentido que el principio. Quizás por ello decidí construirla desde el final, que no existe, y en eso estaba cuando sentí el impulso de dar un beso. Fue un impulso constante…
Fin
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