Wednesday, March 29, 2006

DESDE EL LIMEN DEL LIMBO. Don Pere

Se es lo que se es, por mucho que se haga.
¿Acaso una arroyo detenido por el tronco de unas circunstancias, deja de serlo mientras corroe su obstáculo?
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Así como el fuego derrite la nieve, el Amor destruye todas las barreras

-Si buscas felicidad, buscas a Pere- se oyó a una voz lejana.

D. Pere Sunsé sabía que sus ojos eran los más verdes de la comarca, y que una serena mirada de aquel par de luceros calmaba hombres y enamoraba mujeres, salvo las variaciones recíprocas que la naturelazaba dictaba. Daba ya igual que su tez aceituna fuera la más suave, que sus dientes, cual murallas alineadas, alumbraran las noches...Ya no importaba que, además, fuera el hombre más rico y más sensible, sino quién le compartiría.
Había cumplido 33 el pasado mes de junio, y su voz sonó aquel día bien clarita anunciando que antes de diciembre quería una hembra. ¡Qué de paseos se daban las gráciles mozas por los frentes de su bigote!
El Alcalde había prohibido ya anunciar las dotes en pasquines, y aún así, a D. Pere le iban apareciendo en la chaqueta cuentas detalladas de ingresos e, incluso, algún encendido relato de amores horizontales entre sábanas de colores fragorosos.
El mes de noviembre tocaba su fin, y a tres días para la festividad de S. Fco. Javier, no quedaba ya moza, madre, chacha y carroza tranquilas. Aquellas que ya habían sido tocadas por su mirada, no dormían y paseaban de aquí para allá, buscando su droga...
El cura, que al principio parecía divertido con la situación, aparte la conveniencia católica de que un hombre así no se perdiera en los peligros de la soltería, ya no salía del confesionario, e incluso dispensaba sus perdones a pares. El único que seguía triste era D. Pere... Estamos en diciembre y ni una sola hembra me ha rozado el corazón; además, algunas me hacen sufrir con fantasías que nunca llevarían a cabo, se repetía en las noches ya nebulosas del año.
La mañana del día veintiuno de diciembre amaneció clara y soleada. Tres perros pequeños aullaban sin cesar desde las seis de la mañana y Ana María Vázquez de Sunsé yacía fria con el rictus afable del buen morir. Tres ángeles habían bajado para amortajar su cuerpo y conducir su alma, pero uno de ellos, Alicidabel vió a Pere y se dejó reflejar en sus ojos verde-oliva, ahora enrojecidos por la nunca bien entendida muerte de su madre. Pere, con la camisa desabrochada, sintió que todo su cuerpo se erizaba y que su corazón latía más fuerte. Alicidabel se enamoró de Pere, y él sentía amor entre la estupefacción de lo desconocido. Notó en su cabello unos dedos suaves y cómo la palma de una mano se posaba en su pecho; sólo cuando se dio cuenta de que se levantaba un par de palmos del suelo, pudo vislumbrar entre el claro oscuro del amanecer, la silueta que ella creó para él: se enamoró ya de los ojos que brillaban cerca de los suyos y de la sonrisa franca que se le apareció.
A nadie le llamó la atención que en el entierro de su madre, D. Pere caminara agarrado a un báculo invisible, pero los rumores se sucedieron cuando comenzó a pararse ante cualquier puerta para ceder el paso a la nada, y cuando a la nada hablaba sin parar, o cuando, en las cansinas misas dominicales, se estrechaba con el vacío en un abrazo de paz.
Se le dio por loco, pero en su falta de cordura, nadie nunca dudó de su felicidad, y cuando en aquel día de un diciembre prometedor se desvaneció mi interés por su historia, la leyenda del loco feliz quedó escrita por los siglos de los siglos en mi memoria.
-Si buscas a Alicidabel, encontrarás la felicidad... -se oyó ahora en un susurro.