DESDE EL LIMEN DEL LIMBO. Historia de las frutas que nunca hablaban, aparentemente...
Historia de las frutas que nunca hablaban, aparentemente...
Nacía y nacía al sol y al viento, siendo mis amigos la lluvia y la tierra y mis enemigos la ira marcada de los elementos. Me hubiera gustado ver el mundo que se alejaba a mi espalda, pero siempre fui corta de movimientos de manera que, pese a contemplar todos los amaneceres, nunca logré divisar ni un solo ocaso en aquella época. Creo que por eso me hice amiga de una hermana mía a la que le pasaba justo lo contrario. Yo le contaba como, gradualmente, del cielo estrellado, de un azul y plata intensos, comenzaban a brotar los filamentos dorados, al principio aún fríos, para luego desbrozar con el calor la luz abrasadora que todo lo puede. Ella, sin embargo, me narraba como el naranja lo cubría todo por las tardes, tapando a veces un mar de nubes al rey del cielo, creando así los misterios dulces e inocentes del cantar de un pájaro o del volar distraído de un insecto que dibujaba su silueta sobre la paz de una puesta de sol. Entonces, me decía ella, el mundo no podía ser otra cosa que eso...
A ella la olvidé el mismo día en que sentí la presión infinita que me arrancó de mis raíces... Caí de espaldas y la oscuridad todo lo pudo. Recuerdo el gritar y el gemir de todas, acopladas unas con otras en un hacinamiento imposible. Recuerdo luego el traqueteo agotador que nos condujo hacia nuestro final, el bigote pequeño y recortado, la raya en el pelo engominado de grasa y la sonrisa violenta de aquel que durante más de una semana iba vociferando: “manzanas golden buenas y baratas. Compre señora...”
Una a una nos separaron, lanzándonos al peso en bolsas opacas, a veces transparentes... La primera vez que me metieron en una de ellas, y tras las disculpas de todas al sentirnos chocadas, me arrojaron de nuevo a mi caja ante las protestas por mi precio de una señora de pelo teñido de rosa... Señora, si usted supiera que contribuye a la infelicidad y a la desgracia...
Terminé sirviendo de modelo en un bodegón feo y vulgar de una joven que, por más atractivo, tenía un diente perfecto en una cara acartonada... Nunca llegué a verme realmente retratado en ese lienzo y, quizás por ello, terminamos, el lienzo y yo, en la esquina de un barrio perdido a miles de kilómetros de nuestros ancestros, del lienzo y míos, aburrido él y pudriéndome yo, sin más esperanza que el recogimiento familiar para él y el enraizar para mí.
Finalmente lo hice. Fue tan maravilloso descomponerme y colarme por el huequecito asfaltado de la calle para tocar el fondo de la misma tierra que me vio nacer, que ahí sigo, procurando no crecer mucho y pasar desapercibida. La operación es sencilla y, aunque el cambio de género no sea en el sentido más habitual ya que desde mi femenino pasaré a ser todo un manzano, no me sientan tan mal las vellosidades que me están empezando a cubrir. Hoy un perro viejo, de mirada gris y de comportamiento alienado al de su amo, me ha ladrado... He temido ser descubierta y ante mi miedo algo de lo salvaje que debe seguir habitando en él ha renacido. Me ha regado con su desprecio para no olvidar mi ubicación y se ha marchado moviendo el rabito, de nuevo esclavo de su comodidad burguesa. Algún día, si el planeamiento urbanístico me lo permite, me haré de nuevo manzana, pero no aquí, sino en un barrio de primera o en el jardín encantado de una viuda venida a menos que ya no pueda pagar a un jardinero.
Nacía y nacía al sol y al viento, siendo mis amigos la lluvia y la tierra y mis enemigos la ira marcada de los elementos. Me hubiera gustado ver el mundo que se alejaba a mi espalda, pero siempre fui corta de movimientos de manera que, pese a contemplar todos los amaneceres, nunca logré divisar ni un solo ocaso en aquella época. Creo que por eso me hice amiga de una hermana mía a la que le pasaba justo lo contrario. Yo le contaba como, gradualmente, del cielo estrellado, de un azul y plata intensos, comenzaban a brotar los filamentos dorados, al principio aún fríos, para luego desbrozar con el calor la luz abrasadora que todo lo puede. Ella, sin embargo, me narraba como el naranja lo cubría todo por las tardes, tapando a veces un mar de nubes al rey del cielo, creando así los misterios dulces e inocentes del cantar de un pájaro o del volar distraído de un insecto que dibujaba su silueta sobre la paz de una puesta de sol. Entonces, me decía ella, el mundo no podía ser otra cosa que eso...
A ella la olvidé el mismo día en que sentí la presión infinita que me arrancó de mis raíces... Caí de espaldas y la oscuridad todo lo pudo. Recuerdo el gritar y el gemir de todas, acopladas unas con otras en un hacinamiento imposible. Recuerdo luego el traqueteo agotador que nos condujo hacia nuestro final, el bigote pequeño y recortado, la raya en el pelo engominado de grasa y la sonrisa violenta de aquel que durante más de una semana iba vociferando: “manzanas golden buenas y baratas. Compre señora...”
Una a una nos separaron, lanzándonos al peso en bolsas opacas, a veces transparentes... La primera vez que me metieron en una de ellas, y tras las disculpas de todas al sentirnos chocadas, me arrojaron de nuevo a mi caja ante las protestas por mi precio de una señora de pelo teñido de rosa... Señora, si usted supiera que contribuye a la infelicidad y a la desgracia...
Terminé sirviendo de modelo en un bodegón feo y vulgar de una joven que, por más atractivo, tenía un diente perfecto en una cara acartonada... Nunca llegué a verme realmente retratado en ese lienzo y, quizás por ello, terminamos, el lienzo y yo, en la esquina de un barrio perdido a miles de kilómetros de nuestros ancestros, del lienzo y míos, aburrido él y pudriéndome yo, sin más esperanza que el recogimiento familiar para él y el enraizar para mí.
Finalmente lo hice. Fue tan maravilloso descomponerme y colarme por el huequecito asfaltado de la calle para tocar el fondo de la misma tierra que me vio nacer, que ahí sigo, procurando no crecer mucho y pasar desapercibida. La operación es sencilla y, aunque el cambio de género no sea en el sentido más habitual ya que desde mi femenino pasaré a ser todo un manzano, no me sientan tan mal las vellosidades que me están empezando a cubrir. Hoy un perro viejo, de mirada gris y de comportamiento alienado al de su amo, me ha ladrado... He temido ser descubierta y ante mi miedo algo de lo salvaje que debe seguir habitando en él ha renacido. Me ha regado con su desprecio para no olvidar mi ubicación y se ha marchado moviendo el rabito, de nuevo esclavo de su comodidad burguesa. Algún día, si el planeamiento urbanístico me lo permite, me haré de nuevo manzana, pero no aquí, sino en un barrio de primera o en el jardín encantado de una viuda venida a menos que ya no pueda pagar a un jardinero.
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