Thursday, March 30, 2006

DESDE EL LIMEN DEL LIMBO. La Charangada

La Charangada. “Cuento dedicado a J. Plaza”

La Charangada tiene "charang" y unas "hadas" que perdieron su “hache” en una noche del diluvio. Yo conocí a las hadas en su total completitud, con sus alitas plateadas, que siempre valdrán más que el oro, porque el primer error en que la humanidad incurre es en valorar más lo que más valor tiene, precisamente, por su precio. Por eso, la plata, tan bella como una noche, con su rocío, su luna, con una corona de plumas, argentarias como ella, es más preciosa que el oro, que en lo semántico atesora humos densos de avaricias, de deseos, de sangre vertida por muertes que nunca entendieron que aquello por lo que luchaban era menos valioso que un susto.

En lo terrenal la Charangada era no más que un local dedicado, como se leía en el cartelito que decoraba el reverso de la puerta, a la venta de tabacos no tratados con amoniaco y otros componentes adictivos. Uno entraba allí, apartando humos rosados, verdes y amarillos pálidos; daba los buenos días, si era la mañana la que te llevaba, o un saludo especial que nunca conseguía recordar si uno ya había comido. Yo siempre decía un -hola- cargado de lamentos por la adicción no adictiva, miraba fijamente el bigotito y la calva del regordete dependiente, que en sus cincuenta años de vida había sido también marinero y ya, sin más excusa, justo antes de que él emitiera un primer sonido delator de inquirir mi porqué de estar allí, pedía mi cajetilla de cigarrillos no adictivos. Aquella petición, que repetía con su correspondiente visita durante tres veces al día, me convulsionaba por dentro, y como una máquina extraía un arrugado cilindro de mi anterior paquete ya casi exánime, mientras mi otra mano me acercaba la llama sin mayor compasión.

En sus buenos tiempos, la Charangada contaba con un mechero automático que salía disparado del techo a través de ejes cargados de sonidos, pintando de colores el aire y generando gran excitación y, por qué no decirlo, miedo ante la inexistente puntería de aquella lengua de fuego gigante que lo mismo podía prenderte dócilmente el cigarrillo, como quemarte la barba. Un mono encerrado en su jaula batía entonces palmas, de pies y manos, mientras se golpeaba la cabeza contra los barrotes. El mechero fue retirado cuando aquel mono murió de un infarto natural causado por la soledad de su jaula, si bien en su cuerpecito disecado se apreciaban quemaduras que en su día debieron ser de pronóstico más grave que un propio pronóstico.

En aquel tiempo los príncipes se casaban con Princesas, repartiendo mayúsculas allí donde bien querían éstas acomodarse y yo, sin muchas ganas, fumaba sin adicción esperando que el día se arreglara como el Mundo se arregla a base de disfraces: con el paso del tiempo.

Fin
Luis Noches, alias Aristónico Culebras