RETRATOS DE RETAZOS. El verdadero origen del mundo
La verdadera historia del mundo, tal y cómo lo conocemos.
Aquella mañana me desperté con un beso; me aislé del mundo con un beso, al que siguió una caricia, otro roce y la visión adorable del ser amado que sólo el amor concede. La despedí con más besos, reales o imaginarios. Fueron besos suaves, de los que se dan con el ardor del corazón, únicamente. Las rosas se habían tendido a descansar sobre su propio cuerpo; aún estaban vivas y desprendían su aroma.
Aquella mañana me dispuse a desayunar en el bar de abajo. Hacía frío y cuando al cruzar la plaza tropecé con el adoquín desprendido del descuido, lejos de pensar que debía demandar al ayuntamiento, me deslicé por entre las sábanas de todos mis recuerdos. No sé cuanto tiempo debí permanecer tendido, inconsciente, entre el abandono del anonimato de Madrid, pero tenía el frío metido en el cuerpo cuando desperté sintiendo mi cabeza apoyada en una mano fuerte. Abrí los ojos esperando recibir más besos y continuar mis sueños de hacía una hora, pero una voz llena de esputos en la garganta, que parecía quebrarse en cada final de frase, me lanzó a la realidad de aquella plaza. El sol me cegó, y los primeros aires frío del mes de septiembre me devolvieron a la realidad de Madrid.
Te has caído .- me dijo aquella voz. Me llamo Miguel –añadió.
Intenté incorporarme, pero la misma mano me sujetó. Me fijé en sus ojos, negros y brillantes, repletos de las experiencias buenas y malas de un medio siglo de vida. Tenía las cejas bien perfiladas, separadas y picudas, seguidas por un pelo largo y descuidado, amasado con la suciedad de todos los rincones. Su piel, cuarteada y rojiza allí donde se dejaba ver por una barba larga y gris, me llevó a imaginar sus noches y sus días, siempre al raso, y un sentimiento de justicia y solidaridad me pulverizó el corazón.
Gracias por ayudarme – sonreí mientras, de nuevo, intentaba erguirme.
No, no te puedes levantar de aquí... Has de enraizar antes de que polinices... –me dijo sin mayor brusquedad.
La mano me sujetaba con fuerza, pero sus ojos parecían sonreírme. Pensé en Kafka... Pensé en que un día había deseado, leyendo La Peste, que una epidemia similar se declarase en Madrid. No, no quería hacer mal a nadie, pero la muerte es la verdadera llave de la vida, la que le da plenitud, porque el camino de vida que te separa hasta ella, cuando percibes su fin, debe ser sin duda tan nítido, tan especial, tan sentido, que entonces uno se libera mágicamente de todos los prejuicios y de las ataduras para centrarse en uno mismo. Tampoco era ésta una visión egoísta de la vida, sino que sólo trataba de vivir y disfrutar, de abandonar las tonterías que poco a poco nos vamos creando para sobrevivir. Yo vivía, por aquel entonces, a costa de los problemas ajenos y de las malas intenciones: era abogado. Yo era abogado, pero no quería pudrirme en los mismos problemas y en las mismas malas intenciones.
Él pareció adivinar mis pensamientos y con la mayor naturalidad me preguntó si quería conocer la verdadera historia del mundo. Le respondí que sí, pero no allí, tendido en el glacial empedrado de aquella plaza. Me ayudó a incorporarme, pero me dijo que al final de la historia tendría que matarme. Insistió en que lo haría suavemente, casi sin dolor, si yo quería. Le pregunté, intentando negociar, si no habría otra salida posible. Arqueó sus cejas arrugando su frente y contestó que sí, que también podría morirme. Yo accedí, pensando quizás en que podría liberarme en cualquier esquina, aunque en el fondo del corazón presentí un final. Tomé aire, me abroché el abrigo y decidí disfrutar de mis últimos minutos.
Llegamos al “Rinconcín de Juan” justo cuando el mismo Juan acababa de preparar los primeros huevos rotos. Pedimos un vino y una tapa, y allí, en la última mesa del fondo me comenzó a contar...
“El mundo sonaba a limpio. Muy al inicio no había casi ruidos. Al comienzo todo era gratis. El aire, el alimento, el agua...
Todo comenzó por un beso. No recuerdo ahora si fue de un hombre a una mujer o viceversa, pero comenzó con el roce de unos labios. ¡Ay! ¡Si no hubiera existido ese contacto! Aquel besó desató pasiones distintas a las del bajo vientre y concluyó en la idea de que sólo los mismos ojos, la misma mirada y la misma sonrisa podrían regalar aquel mismo beso. Hasta entonces, la pasión, la verdadera pasión animal que puebla en todos nosotros, no respondía a otra llamada que al contacto de un miembro ciego y sordo, cuyo tacto generaba sensaciones internas, nunca bien aprendidas ni entendidas, y nos conducía hacia estadios elevados de algo que no es otra cosa que el mero placer.
Cuando el primer hombre o la primera mujer que se dieron un beso sintieron un latigazo químico en sus cerebros, entonces sí que surgió un deseo más allá del presente. Entonces la misma pasión animal y el mismo ardor del repetir experiencias, crearon en el corazón un vacío cuya proyección era necesario saciar en el futuro. Aquel hombre deseó repetir al instante siguiente su beso; aquella mujer deseó que sus labios estuvieran siempre en contacto con aquellos que le generaban aquel miedo tan grande a perderlos.
Entonces, sólo entonces, fue cuando el primer hombre, o la primera mujer, clavó una estaca en su corazón y en su predio para marcar el territorio de sus miedos”
Divagó después sobre el iusnaturalismo racionalista y sobre el empirismo inglés. Creo que no llegó a Kant, o si lo hizo fue con otro nombre...
Finalmente, aburrido o pensativo, me morí sin dolor dispuesto a dar a luz arcoiris.
Aquella mañana me desperté con un beso; me aislé del mundo con un beso, al que siguió una caricia, otro roce y la visión adorable del ser amado que sólo el amor concede. La despedí con más besos, reales o imaginarios. Fueron besos suaves, de los que se dan con el ardor del corazón, únicamente. Las rosas se habían tendido a descansar sobre su propio cuerpo; aún estaban vivas y desprendían su aroma.
Aquella mañana me dispuse a desayunar en el bar de abajo. Hacía frío y cuando al cruzar la plaza tropecé con el adoquín desprendido del descuido, lejos de pensar que debía demandar al ayuntamiento, me deslicé por entre las sábanas de todos mis recuerdos. No sé cuanto tiempo debí permanecer tendido, inconsciente, entre el abandono del anonimato de Madrid, pero tenía el frío metido en el cuerpo cuando desperté sintiendo mi cabeza apoyada en una mano fuerte. Abrí los ojos esperando recibir más besos y continuar mis sueños de hacía una hora, pero una voz llena de esputos en la garganta, que parecía quebrarse en cada final de frase, me lanzó a la realidad de aquella plaza. El sol me cegó, y los primeros aires frío del mes de septiembre me devolvieron a la realidad de Madrid.
Te has caído .- me dijo aquella voz. Me llamo Miguel –añadió.
Intenté incorporarme, pero la misma mano me sujetó. Me fijé en sus ojos, negros y brillantes, repletos de las experiencias buenas y malas de un medio siglo de vida. Tenía las cejas bien perfiladas, separadas y picudas, seguidas por un pelo largo y descuidado, amasado con la suciedad de todos los rincones. Su piel, cuarteada y rojiza allí donde se dejaba ver por una barba larga y gris, me llevó a imaginar sus noches y sus días, siempre al raso, y un sentimiento de justicia y solidaridad me pulverizó el corazón.
Gracias por ayudarme – sonreí mientras, de nuevo, intentaba erguirme.
No, no te puedes levantar de aquí... Has de enraizar antes de que polinices... –me dijo sin mayor brusquedad.
La mano me sujetaba con fuerza, pero sus ojos parecían sonreírme. Pensé en Kafka... Pensé en que un día había deseado, leyendo La Peste, que una epidemia similar se declarase en Madrid. No, no quería hacer mal a nadie, pero la muerte es la verdadera llave de la vida, la que le da plenitud, porque el camino de vida que te separa hasta ella, cuando percibes su fin, debe ser sin duda tan nítido, tan especial, tan sentido, que entonces uno se libera mágicamente de todos los prejuicios y de las ataduras para centrarse en uno mismo. Tampoco era ésta una visión egoísta de la vida, sino que sólo trataba de vivir y disfrutar, de abandonar las tonterías que poco a poco nos vamos creando para sobrevivir. Yo vivía, por aquel entonces, a costa de los problemas ajenos y de las malas intenciones: era abogado. Yo era abogado, pero no quería pudrirme en los mismos problemas y en las mismas malas intenciones.
Él pareció adivinar mis pensamientos y con la mayor naturalidad me preguntó si quería conocer la verdadera historia del mundo. Le respondí que sí, pero no allí, tendido en el glacial empedrado de aquella plaza. Me ayudó a incorporarme, pero me dijo que al final de la historia tendría que matarme. Insistió en que lo haría suavemente, casi sin dolor, si yo quería. Le pregunté, intentando negociar, si no habría otra salida posible. Arqueó sus cejas arrugando su frente y contestó que sí, que también podría morirme. Yo accedí, pensando quizás en que podría liberarme en cualquier esquina, aunque en el fondo del corazón presentí un final. Tomé aire, me abroché el abrigo y decidí disfrutar de mis últimos minutos.
Llegamos al “Rinconcín de Juan” justo cuando el mismo Juan acababa de preparar los primeros huevos rotos. Pedimos un vino y una tapa, y allí, en la última mesa del fondo me comenzó a contar...
“El mundo sonaba a limpio. Muy al inicio no había casi ruidos. Al comienzo todo era gratis. El aire, el alimento, el agua...
Todo comenzó por un beso. No recuerdo ahora si fue de un hombre a una mujer o viceversa, pero comenzó con el roce de unos labios. ¡Ay! ¡Si no hubiera existido ese contacto! Aquel besó desató pasiones distintas a las del bajo vientre y concluyó en la idea de que sólo los mismos ojos, la misma mirada y la misma sonrisa podrían regalar aquel mismo beso. Hasta entonces, la pasión, la verdadera pasión animal que puebla en todos nosotros, no respondía a otra llamada que al contacto de un miembro ciego y sordo, cuyo tacto generaba sensaciones internas, nunca bien aprendidas ni entendidas, y nos conducía hacia estadios elevados de algo que no es otra cosa que el mero placer.
Cuando el primer hombre o la primera mujer que se dieron un beso sintieron un latigazo químico en sus cerebros, entonces sí que surgió un deseo más allá del presente. Entonces la misma pasión animal y el mismo ardor del repetir experiencias, crearon en el corazón un vacío cuya proyección era necesario saciar en el futuro. Aquel hombre deseó repetir al instante siguiente su beso; aquella mujer deseó que sus labios estuvieran siempre en contacto con aquellos que le generaban aquel miedo tan grande a perderlos.
Entonces, sólo entonces, fue cuando el primer hombre, o la primera mujer, clavó una estaca en su corazón y en su predio para marcar el territorio de sus miedos”
Divagó después sobre el iusnaturalismo racionalista y sobre el empirismo inglés. Creo que no llegó a Kant, o si lo hizo fue con otro nombre...
Finalmente, aburrido o pensativo, me morí sin dolor dispuesto a dar a luz arcoiris.
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