Wednesday, March 29, 2006

DESGARROS. HANNA

HANNA

Se llamaba Hanna, y era, por derecho propio, más princesa que todas las conocidas por el mismo nombre. Tenía una mirada dulce que engalanaba sueños; lástima que muchos de esos sueños te llevaran a sus labios, que eran turgentes como dos panales de miel a punto de reventar. En su andar se notaba el caribe y toda la mezcla de razas que envuelven la sensualidad del tacto.

Su historia no tiene nudo ni desenlace. Su historia, hasta el día de hoy, comenzó con un padre español que se vio arrastrado por el viento de la misma Hanna para ir en su búsqueda, y allí donde plantó su semilla brotaron varios hijos de los que Hanna fue, sin duda, la preferida. A su padre le arrastró el viento y el hambre... Ella le recordaba, en las calurosas siestas, siempre preocupado por el futuro de sus hijos, deambulando, como una momia, por los pasillos de una casa de muros sólidos que parecían tener firmado un pacto con el sol para que éste se quedase fuera, sin molestar a los de su misma sangre, y ello porque a más de un invitado se le vio en aquella misma casa desfallecer sin remedio a causa del calor, mientras el resto se mantenía ajeno a aquel clima húmedo y seco a la vez, dulce y amargo, donde la brisa, a veces, se convertía en una furia que arrancaba a los mismos niños de los brazos de sus madres.

Su padre, el que la vio nacer y la alimentó con besos y caricias, se marchó un día hacia la nada de la que había partido, pero antes le mandó recado a Hanna con su aliento: “vete a España, ; ve a buscar tu futuro”.

Hanna partió, arrastrando con el sueño de su viejo los sueños de su novio, y la expedición de una incipiente pareja comenzó con los sobornos propios para conseguir un pasaporte allí donde, te dicen, que el papel se acabó... Uno, entonces, piensa en el laborioso proceso de buscar un buen árbol que talar; tratarlo y prensarlo para conseguir la celulosa con la que fabricar el papel... Cuando la mente parece ya haber encontrado el bosque preclaro donde los árboles que dan el papel dulce para hacer pasaportes crecen, el mismo bigotudo funcionario te extiende una mano cortés para subirte a la realidad, o bajarte del sueño, que las alturas de lo onírico son muy subjetivas, y te añade que por quinientos dólares te lo puede conseguir, él que es bueno, que es tu amigo; él que no sabe donde encontrar esos mismos árboles, pero es poseedor de una llavecita color plata, desgastada, que da a un corredor vacío y sucio rodeado, como un castillo, por una muralla de estantes polvorientos donde habitan los pasaportes vírgenes, dispuestos a ser llevados a la vida con un envite a la suerte. El dragón de ese castillo, un indio mal encarado, no le dejará coger los documentos tan fácilmente, porque vive tan enmarcado en los decretos del gobierno, que no los incumpliría por nada del mundo, a menos, claro está, por esos quinientos de nada, dólares, que él le entregará limpios.

La confusión te puede el primer instante, porque ya te sabes la historia de los quinientos, pero no conocías nada de castillos ni de dragones, ni menos aún de funcionarios fieles cumplidores de decretos. Deslizas los billetitos, calientes porque parecen un órgano más del cuerpo, hacia la sonrisa forzadamente amable del que viste de gris, y él se aleja trotando y dando gritos aquí y allá, saludando a los marmóleos torreones del castillo imaginario... Sus gritos y su imagen se pierden en lo que sólo parecen columnas, con sus dinteles de alabastro marcando mejores sueños y épocas.

El miedo reemplaza la seguridad de los billetes y, justo cuando estás a punto de desfallecer, aparece el documento en el que estampar una foto tomada con la parsimonia de un buen oficiante, a veces también peluquero, que por el mismo precio te ha hecho una foto y una trenza, si tu cabellera y género, u orientación, te lo permiten, o te ha enhebrado, no se sabe muy bien cómo, una raya perfecta que divide, como una Corea, tu mata de pelo en dos fracciones. Sientes entonces que tu cabello se amalgama por alguna sustancia que nunca conseguirás identificar; ni falta que hace, te dices cuando a los tres días compruebas que la ralla, con algún pelo disidente, sigue intacta allí donde la mano diestra del fotógrafo la puso.

Hanna pasó por sentir sus trenzas; por su foto; pasó por el funcionario, que esta vez le inventó una princesa habitando soberana el reino de aquel castillo, princesa que muerta de amor, y de hambre, usaría los quinientos para mantener la espera de su príncipe con algo de comida para unos principitos que ya se han adelantado a la visita, e incluso al conocimiento íntimo, de su propio padre; príncipes adelantados al crédito caro de la pasión sin amor y a bajo precio.

El avión fue, sin novedad, la mayor de las aventuras y, tan mágicamente como despegó, aterrizó sin variación en un Madrid lluvioso y frío que pareció cobrarse con ella un precio mayor al de los quinientos. Luego un autobús hasta Nuevos Ministerios y de allí, de la mano de su pareja que quería amarrar con muchos “claro” y “ya, tonta” el mismo asombro que ella sentía y que levantaba aquellos comentarios, al hostal.

La pensión, tanto frío dentro como fuera, fue dulce, porque hicieron el amor hasta el fallecimiento de unas ganas, católicas y practicantes, que por ello siempre resucitaban. Durmieron al alba, entre ruidos de sirenas y cascos de cerveza que se rompían en rituales similares, a veces en descuidos. Ella se cubrió con la bata que su madre le había regalado. Se sentía, por primera vez, libre de ataduras morales. Sabía que Madrid era diferente... No quería quedarse atrás, pero era instintivamente lista y conocía que, por ello, podía cruzar la línea más allá de dónde ésta se encontraba... A veces la veía nítida sobre una calzada, pero luego, el tráfico la cubría tan enardecidamente de idas y venidas, que tanto atasco le generaban convulsión, y por eso, cuando dos años después aquel amor católico se convirtió en odio, en peleas y, por último en malos tratos, y se vio limpiando un piso con un chico un poco mayor que ella que cayó presa de sus encantos pidiéndole un beso, no sabía bien si ceder o no porque esa línea estaba oculta y sentía que la pasión y el ardor del abandono podían más en ella que la razón... Todos, en el fondo, huimos de la pasión porque tenemos enganchados a ella malos recuerdos... Todos somos más estoicos que hedonistas, por mucho que queramos buscarnos placer en tomar el sol que sólo calienta, porque el sol, en suma, quema.

Hanna se agarró al recuerdo de su amor, que no era un beso, sino una hija, y se volcó en ella y en la policía para defenderse de un ultraje, de dos, de tres, de un labio partido, de un ojo morado, de un roce violento en el cuello... La Juez actuó, como siempre, pulcramente sobre los charcos de sangre que va dejando la vida, y siempre ajustándose a una realidad ya pasada de moda, que cree en la resolución divina de las cosas, o en su encauzamiento por el tiempo.

A Hanna, la nueva línea del bien y del mal le estaba pasando factura, porque su pareja se había perdido en los placeres fáciles de un Madrid de orientaciones difusas, y a consecuencia de un paro mal curado, el ocio deslizó a aquel chico por las calles de una Chueca repleta de nuevas sensaciones que se le agolparon todas en el bajo vientre. Como todos vivimos de las ideas que creamos, él luchó al principio con su moral, que le mantenía al margen del último contacto, del primer beso, pero tras él, el horizonte se le alejó como si el mundo, hasta entonces, hubiera sido sólo la mitad.

Cuando llegaba a casa, él veía la belleza de Hanna durmiendo limpia en las sábanas blancas que un día, en su caribe, había imaginado su destino. Se desvestía lentamente, para no despertarla, pero ella ya observaba que su camisa no estaba arrugada, que su olor era ya una mezcla con otro perfume distinto, también de hombre, y no pudiendo contenerse le miraba poniendo en duda toda una vida de promisión olvidada. El no lo aceptaba. Allí, en ese apartamento, nada tenía que cambiar porque ese apartamento y el compartir las noches con Hanna, aunque su mano ya no se deslizara lentamente por debajo de las sábanas, eran la única puerta de escape que le quedaba para volver a su vida anterior, a una vida que su mente no tachaba de pervertida. Ese y no otro era el problema que desataba su violencia: ya no podía vivir en la frontera de sus dos mundos, ni en ninguno de ellos, porque él era de ambos.

El Mundo de Hanna lo intentaba alimentar con un roce cada vez menos periódico en el que su mente vagaba por las esquinas de otras sensaciones, de otros tactos... Hanna imploraba con sus gemidos una protección que él ya no quería dar; era él el que quería unos brazos que le arropasen; él era el que quería sentir sobre su cintura otra como la suya... De puertas a fuera, no obstante, él debía seguir siendo el mismo, sus mismos zapatos corinto, las camisas bien planchadas, los pantalones lisos que derrochaban virilidad mal entendida...

Y allí acabó la historia de Hanna, que no se envolvió en mantos de gloria; que no reinó sobre ningún país, ni fue ya más princesa porque la vida le borró una sonrisa que el mismo Dios le había regalado. Su hijita, no obstante, heredaría de ella el reino del llanto.

Ahora, como dijo Sabina, que “ser valiente no salga tan caro; que ser cobarde, no valga la pena”.

Fin