RETRATOS DE RETAZOS. Viajes desde el lado femenino
Viajes desde el lado femenino
Cerré los ojos sintiendo que mis párpados me arrastraban hacia el fondo de un lugar completamente cubierto por dorados rayos de sol. Los apreté primero con fuerza, pero después, fueron ellos, mis párpados, los que me apretaron a mí alejándome, casi sin querer, de un cuarto donde se oía el leve roce de unos dedos sobre las teclas de un ordenador. Habría sido, quizás, más poético, que ese roce se produjera sobre una máquina de escribir, sintiendo el “rac” del avanzar del folio en blanco sobre el negro de la tinta de cada letra, pero, sin embargo, entonces, dicho roce no hubiera sido tan leve y, sobre todo, tan poco ruidoso.
Me encontré, una vez que mis ojos se acostumbraron a la claridad de aquel sol que sólo iluminaba, ante un valle repleto de todo tipo de frutales. Los había grandes y pequeños, dulces, sabrosos, tiernos, crujientes... Me senté allí saciando todas mis necesidades más básicas: mi hambre y mi sed; por ese motivo bauticé a aquel valle como el de la satisfacción de las hambres y de la sed.
Debieron pasar varias horas, probablemente mientras hice la digestión , en las que reposé tranquila apoyando mi espalda sobre el tronco suave y sinuoso de un gran árbol. Dormí, y lo hice como si fuera la primera vez que sentía el levitar de mi alma, el abandono de los músculos. El árbol me habló y me dijo que no había necesidad de comer tanto; que los frutos jamás se agotarían y, con su sabiduría, me confió el secreto de aquel lugar que era simple, muy simple: siempre que tuviera necesidades de hambre o sed bastaría con imaginar que podría llegar a aquel valle, para que así ocurriera.
Creo que dejé allí mi cuerpo, custodiado tranquilo por aquel tronco y su dueño, el árbol frutal que parecía dirigir la armoniosa marcha de todos sus habitantes. Me dirigí, por tanto, más ligera por la senda que se me abría al frente, y allí, el horizonte, se me alejó unos metros más para conducirme, tras el primer recodo del camino, satisfechas mis necesidades básicas, como diría Maslow, hacia el mismo camino.
La sensación de caminar por una senda que me dirigía a la misma senda, al mismo y exacto punto en el que me encontraba, me pareció, primeramente, intrigante, luego desquiciante y, finalmente, cansada, me supuso la reflexión de si todo aquello no sería, simplemente, el fruto de mi propia existencia. Soy el camino, me dije, y hacia mí me dirijo.
Llegar a aquella conclusión y que el paisaje a mi derecha e izquierda, a mi frente y a mi espalda, cambiase, se hiciese dinámico, se enarbolase de la pasión, me llenó por dentro, pero me sentí sola. No siempre se puede charlar con un árbol, me dijo aquel chico que apareció, mágicamente, a mi lado. Yo quería caminar tranquila, pasear... No tenía prevista ninguna mágica aparición... Pese a todo, tuve que reconocer, había deseado que él apareciese, pero no podía, no quería de ningún modo admitir que él fuera un destino. Su imagen se estaba diluyendo sobre el Todo variable que me rodeaba. Tampoco quería que él desapareciera porque no sabía, realmente, lo que de verdad quería. ¿Era el hombre de mi vida?
Un rayo de luz me inundó suave por dentro, y la segunda conclusión a la que me llevaron mis párpados no fue otra que el saber que lo importante eran los sentimientos del hoy, porque el mañana está tan enraizado en las causalidades infinitas, que nunca se puede averiguar en su plenitud. Dejó que los ojos de su pensamiento se cerraran como ya lo estaban los de su cara, y sintió una brisa suave sobre su propia existencia. ¿Acaso no era maravilloso tener alguien al lado, un cuerpo, una personita que te acompañe? ¿Acaso lo importante no es sino la idea de lo que se siente, más que con quien se siente?
La imagen del chico se hizo nítida y caminaron el resto del día juntos. El aprendía cosas sobre ella y ella sobre él. Así fue como yo, que tenía claro que debía dirigirme siempre hacia el Norte, aprendí que en variar la ruta de improviso también se escondía un enorme placer. Viré varias veces hacia el sur, y luego al este... Al frente siempre aparecía el mismo horizonte, sin embargo el camino iba variando y por eso ,en un punto que ya había transitado, apareció a mi derecha el manantial de la felicidad. Me conduje hasta él, me introduje en el agua, pero no sentí que mi estado de ánimo variara... De pronto, como si sintiera un impulso, deseé ser más feliz, y entonces, allí metida en el manantial, sentí que mi ser era la misma agua, que discurría infinita por un arroyo, por un río, por diez mares y todos los océanos; me sentí dividida y unida en miles de millones de gotitas de agua, que nadaban sobre sí mismos, y ya no era yo, sino el mismo arroyo, el mismo río, los mismos mares y océanos. Era agua que volaba hasta formar nubes, y era nubes que me llovían sobre mi misma corriente. No respiraba, porque yo era el mismo oxígeno; no necesitaba comer porque yo era el mismo alimento, los mismos valles... No veía, no escuchaba, no percibía los aromas, porque yo era todo lo que se podía ver, lo que se podía escuchar u oler. Era todo y estaba en todas las cosas, porque era todo y todas las cosas.
Cerré los ojos sintiendo que mis párpados me arrastraban hacia el fondo de un lugar completamente cubierto por dorados rayos de sol. Los apreté primero con fuerza, pero después, fueron ellos, mis párpados, los que me apretaron a mí alejándome, casi sin querer, de un cuarto donde se oía el leve roce de unos dedos sobre las teclas de un ordenador. Habría sido, quizás, más poético, que ese roce se produjera sobre una máquina de escribir, sintiendo el “rac” del avanzar del folio en blanco sobre el negro de la tinta de cada letra, pero, sin embargo, entonces, dicho roce no hubiera sido tan leve y, sobre todo, tan poco ruidoso.
Me encontré, una vez que mis ojos se acostumbraron a la claridad de aquel sol que sólo iluminaba, ante un valle repleto de todo tipo de frutales. Los había grandes y pequeños, dulces, sabrosos, tiernos, crujientes... Me senté allí saciando todas mis necesidades más básicas: mi hambre y mi sed; por ese motivo bauticé a aquel valle como el de la satisfacción de las hambres y de la sed.
Debieron pasar varias horas, probablemente mientras hice la digestión , en las que reposé tranquila apoyando mi espalda sobre el tronco suave y sinuoso de un gran árbol. Dormí, y lo hice como si fuera la primera vez que sentía el levitar de mi alma, el abandono de los músculos. El árbol me habló y me dijo que no había necesidad de comer tanto; que los frutos jamás se agotarían y, con su sabiduría, me confió el secreto de aquel lugar que era simple, muy simple: siempre que tuviera necesidades de hambre o sed bastaría con imaginar que podría llegar a aquel valle, para que así ocurriera.
Creo que dejé allí mi cuerpo, custodiado tranquilo por aquel tronco y su dueño, el árbol frutal que parecía dirigir la armoniosa marcha de todos sus habitantes. Me dirigí, por tanto, más ligera por la senda que se me abría al frente, y allí, el horizonte, se me alejó unos metros más para conducirme, tras el primer recodo del camino, satisfechas mis necesidades básicas, como diría Maslow, hacia el mismo camino.
La sensación de caminar por una senda que me dirigía a la misma senda, al mismo y exacto punto en el que me encontraba, me pareció, primeramente, intrigante, luego desquiciante y, finalmente, cansada, me supuso la reflexión de si todo aquello no sería, simplemente, el fruto de mi propia existencia. Soy el camino, me dije, y hacia mí me dirijo.
Llegar a aquella conclusión y que el paisaje a mi derecha e izquierda, a mi frente y a mi espalda, cambiase, se hiciese dinámico, se enarbolase de la pasión, me llenó por dentro, pero me sentí sola. No siempre se puede charlar con un árbol, me dijo aquel chico que apareció, mágicamente, a mi lado. Yo quería caminar tranquila, pasear... No tenía prevista ninguna mágica aparición... Pese a todo, tuve que reconocer, había deseado que él apareciese, pero no podía, no quería de ningún modo admitir que él fuera un destino. Su imagen se estaba diluyendo sobre el Todo variable que me rodeaba. Tampoco quería que él desapareciera porque no sabía, realmente, lo que de verdad quería. ¿Era el hombre de mi vida?
Un rayo de luz me inundó suave por dentro, y la segunda conclusión a la que me llevaron mis párpados no fue otra que el saber que lo importante eran los sentimientos del hoy, porque el mañana está tan enraizado en las causalidades infinitas, que nunca se puede averiguar en su plenitud. Dejó que los ojos de su pensamiento se cerraran como ya lo estaban los de su cara, y sintió una brisa suave sobre su propia existencia. ¿Acaso no era maravilloso tener alguien al lado, un cuerpo, una personita que te acompañe? ¿Acaso lo importante no es sino la idea de lo que se siente, más que con quien se siente?
La imagen del chico se hizo nítida y caminaron el resto del día juntos. El aprendía cosas sobre ella y ella sobre él. Así fue como yo, que tenía claro que debía dirigirme siempre hacia el Norte, aprendí que en variar la ruta de improviso también se escondía un enorme placer. Viré varias veces hacia el sur, y luego al este... Al frente siempre aparecía el mismo horizonte, sin embargo el camino iba variando y por eso ,en un punto que ya había transitado, apareció a mi derecha el manantial de la felicidad. Me conduje hasta él, me introduje en el agua, pero no sentí que mi estado de ánimo variara... De pronto, como si sintiera un impulso, deseé ser más feliz, y entonces, allí metida en el manantial, sentí que mi ser era la misma agua, que discurría infinita por un arroyo, por un río, por diez mares y todos los océanos; me sentí dividida y unida en miles de millones de gotitas de agua, que nadaban sobre sí mismos, y ya no era yo, sino el mismo arroyo, el mismo río, los mismos mares y océanos. Era agua que volaba hasta formar nubes, y era nubes que me llovían sobre mi misma corriente. No respiraba, porque yo era el mismo oxígeno; no necesitaba comer porque yo era el mismo alimento, los mismos valles... No veía, no escuchaba, no percibía los aromas, porque yo era todo lo que se podía ver, lo que se podía escuchar u oler. Era todo y estaba en todas las cosas, porque era todo y todas las cosas.
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