Wednesday, March 29, 2006

DESDE EL LIMEN DEL LIMBO. El Misterio de los Pijamas sin Botones

El misterio de los pijamas sin botones


Pues verá, un pijama sirve, como es natural, para dormir, y aunque yo prefería hacerlo desnudo, de vez en cuando, en ocasiones por el inicial pudor, la mayoría de las veces por el frío, me lo ponía como el que se calza unas zapatillas o mismamente una corbata, es decir, sin mayor reflexión.

Sin embargo, a diferencia de otras prendas, mis pijamas comenzaron a amanecer sin botones y con el elástico de los pantalones completamente dado de sí. Yo no me habría extrañado mucho si no fuera por las veces en que era mi madre quien los lavaba y quien, de forma directa o indirecta, me llamaba la atención sobre estos hechos con malicia recubierta de severa preocupación.

Por eso, decidí ser sistemático y evaluar los daños que las noches me generaban. Nada, excepto los pijamas, parecía cambiar al día siguiente. Comprobé, no obstante, que mi casa también amanecía más ordenada y que ciertas sumas de dinero se encontraban también depositadas en mi mesilla de noche. Compensé las pérdidas con aquellas suculentas ganancias y, tras un mes, me di cuenta de que las noches me eran más rentables que los meses de arduo trabajo, puesto que algunos mañanas llegaba a tener sobre la mesita, o en el primer cajón de la derecha, más de dos mil euros guardados.

Abrí una cuenta corriente y dediqué los intereses a pagar a la modista de la esquina, que se afanaba en coserme todos los días los mismos botones. Yo llegaba todas las mañanas con la misma bolsita y el pijama del día anterior. Un día en el que me paré a fumar un pitillito con aquella señora, me dijo que le gustaba el perfume de mi mujer, a lo que respondí que no era mío, que vivía solo y que, si bien era cierto que tenía varios botecitos de perfume femenino en el armarito del baño, no sabía cómo habían ido a parar allí... Me guiñó un ojo y yo, tras comprobar que no había nadie detrás de mí que pudiera recibir aquel gesto, comencé a interpretarlo con algún nervio descosido que la modista podría también haber solucionado. Debió ser el tic que siempre me da en el ojo derecho el que provocó que conociese la trastienda de aquella mujer y el causante de haber llegado más de una hora tarde al trabajo con una sonrisa en los labios y los ánimos más calmados.

Obviamente me enamoré de aquella mujer; acto seguido me agobié y, sufriendo como sufro, según dicen algunas, de pánico al compromiso, cambié mi modista por pijamas nuevos de El Corte Inglés, comprados a pares y a última hora: me lo podía permitir, decía la cuenta bancaria de las noches, que ya rozaba el medio millón de euros.

Recuerdo que la mañana siguiente a la noche de los tambores, un jueves memorable en el que todo Madrid dormía menos el singular vecino que se dedicó a afinar sus oídos sobre lo que a veces parecía una batería, otras un trombón y, otras ambas cosas a la vez, me desperté con ganas de ir al ginecólogo. Tuve, de veras, que contenerme para no causar un ridículo espantoso, aunque reconozco que la idea de compartir las conversaciones de las jóvenes que por primera vez acudieran a su médico me parecía muy instructiva. Me miré en el espejo y todo parecía, sin embargo, normal: el pelo alborotado; las ganas de fumar un pitillo; el aliento seco; los mismos deseos de no ir al trabajo; el pijama sin botones que dejaba mi pecho al descubierto y mi mano sujetando los pantalones para que no se me cayesen.

Por la tarde persistían aquellos mismos deseos, de manera que, disfrazado de pareja modélica, me acerqué a una ginecóloga amiga para comentarle que estaba preocupado por una imaginaria novia. Me recibió con el alboroto de encontrarme más guapo, con la cara bien cuidada, con la sonrisa más clara... Ella había sido un ligue al que había que corresponder, aunque sin mucha vehemencia. De todas formas no me pude contener y exclamé un “tú también estás fenomenal” que me llevó a ocupar directamente la camilla y a que me reconociese. Aquella mujer sí que sabía lo que era experimentar, y de ella aún conservaba el recuerdo de sus desayunos, unas tostadas bien quemadas que debíamos devorar a mordisquitos en la cama, en mi cama, dejándolo todo cubierto de miguitas, y una montera del día en que, con una copita de oporto de más, o eso dijo ella, me alquiló un traje de luces, con su estoque y su muleta, para que le hiciese el amor de esa guisa...

Finalmente, al sincerarme y explicarle que me había despertado con ganas de ir a un ginecólogo para que me reconociese, me condujo hasta la puerta diciéndome que ella no era una cualquiera con la que pudiera montar un numerito de travestismo, y que cuidase mis fantasías... Al mismo tiempo, sonriendo, me dio la tarjeta de una psiquiatra, amiga suya dijo, ninfómana por otra parte, con la que desde luego podría llevar a cabo ésas y otras ocurrencias. Me guardé la tarjeta por si las moscas...

Por la noche, cansado, con mi par de pijamas nuevos ya en el asiento trasero tirados de cualquier manera, conduje de vuelta a casa hasta que, en un semáforo, una chica me intentó vender un paquete de pañuelos de papel. Le enseñé la docena de paquetitos que ya tenía, ante lo que pretendió limpiarme el parabrisas; le dije que no con ganas contenidas por el mal día, a lo que me respondió que le comprase, al menos, una revista; repetí mi “no” quizás, esta vez, con menos ímpetu, a lo que me respondió que podía leerme la mano; insistí en mi negativa, pero lo hice con la misma mano que ella ya me estaba leyendo. Su mirada se abrió, luego cerró el ojo izquierdo, entornó al instante los dos ojos, me pidió el D.N.I. y, finalmente, marcando bien las palabras como para dar más énfasis a lo que me iba a decir, concluyó con un sonoro “estás embarazado y de seis meses”. Le di un euro y me apreté el cinturón de seguridad como dando a entender que no tenía barriga alguna que delatase tamaño disparate.

Aquello, no obstante, cuadraba bastante bien con mis ganas de ir al ginecólogo, y lo cierto es que a partir de la mañana siguiente comencé a tener vómitos vespertinos; dejé el tabaco; varié mi alimentación y comencé a hacer gorgoritos con los niños con los que me iba cruzando. Recuerdo que en esas fechas mi frase favorita comenzó a ser “qué mono... ¿cuántos meses tiene?”.

Los días siguientes fueron aún peores... Para empezar ya no aparecían sumas, importantes o no, sobre la mesita de noche, sino que por el contrario desaparecían de mi billetero, convirtiéndose un día en bombones, cuyas funditas amanecían desperdigadas por todo el piso, otros en patucos de todos los colores y ropita de bebé, lo que cuadraba sin duda con la predicción de la improvisada pitonisa, y las menos de las veces, por último, en libros de psicología barata que llevaban por título “Cómo entender a tu hijo”.

Me dispuse a descubrir el misterio una tarde de sábado en que “Cine de Barrío” había dado “Sor Citroen” por enésima vez... No sé si fue la película, pero algo se encendió en mi interior cuando monté mi cámara de vídeo sobre el trípode que una vez me prestaron. Por la noche le di al “play” y me dispuse a dormir.

A la mañana siguiente, tras fumar un par de pitillos, es cierto que retomé aquel vicio, y comprobar que la cinta de la película no se había movido mucho, me dispuse a verla. Hice palomitas, pero no me atreví a invitar a nadie. Allí estaba yo, al principio quietecito entre las sábanas... Luego, al cabo de tres minutos, de las mismas sábanas emergió un cuerpo voluptuoso de mujer que, mirando fijamente a la cámara y dirigiéndose a ella, la apagó al mismo tiempo que emitía un quejido. Pude ver sus pechos desnudos, enormes, apenas cubiertos por mi propio pijama... ¿Mi propio pijama? Rebobiné la cinta... De nuevo la misma mujer y el mismo quejido... Me quedé sobrecogido por su belleza, por sus labios turgentes y... Volví a rebobinar la cinta, esta vez repitiéndome que debía estar concentrado en comprobar si era o no mi mismo pijama, y lo era... La chica, además, estaba embarazada.

Al día siguiente me dirigí a la tienda del espía y me hice instalar pequeñas cámaras en todos los cuartos. La noche llegó tardísimo, no porque el tiempo se hubiera detenido, sino por mis ganas de irme a la cama y comprobar el momento en que ella pudiera surgir.

No pegué ojo, escondido como estuve tras la almohada, dejando un hueco grande por si ella, en vez de levantarse, prefería seguir durmiendo... Me levanté como me había acostado, esta vez con el pijama intacto, me afeité y me duché, como todas las mañanas, y debió ser por la falta de sueño, o porque aquella reunión comenzó a resultar demasiado aburrida, por lo que cerré un ojo, y luego el otro. Recuerdo vagamente verme en una camilla, con mi jefe al lado cogiéndome de la mano y dándome palabras de ánimo. Recuerdo también una ambulancia y su sirena... Tengo el vivo recuerdo, aunque me palpo y no siento nada, de un intenso dolor en... bueno... ahí...a la altura del segundo chacra. Luego, al despertarme completamente y verme desnudo en la planta infantil de La Paz, con un bebé al lado que me mordía con fuerza mi pezón derecho, no pude evitarlo y un intenso sentimiento de ternura me invadió...

Por eso, y sólo por eso, Señoría, robé aquel banco... ¿Me entiende ahora la Sala?
Fin